Andrés y Yo

I
A sus casi cuatro años, mi nieto Andrés y yo solíamos salir en peligrosas excursiones de exploración por los desconocidos parajes del patio trasero de mi casa, en las afueras de la ciudad.

En esta mañana, a través de las ramas de un matorral, divisamos al monstruo que siempre habíamos temido encontrar: un tiranosaurio rex. En realidad, era una iguana, pero yo le aseguré que era un bebé de tiranosaurio rex. Andrés, que venía caminando a mi lado, instintivamente se aferró a mi pierna derecha, ante el inminente peligro. Ver esos depredadores en sus juegos de video era mucho menos impresionante que verlos en la realidad. Pero los dos, conscientes de los peligros que nos acechaban en esas aventuras a lo desconocido, siempre salíamos armados. Los chorros de agua de nuestros rifles podían abarcar la asombrosa distancia de cuatro metros; estábamos preparados para cualquier eventualidad. De hecho, ya desde antes habíamos estudiado, cuidadosamente, nuestro plan de defensa, en caso de toparnos con esa peligrosa criatura. Lo sensato era, según nuestro plan, que Andrés se le colocara por el lado derecho y yo por el lado izquierdo. Al monstruo intentar atacar a Andrés, yo le gritaría a aquel demonio que se metiera conmigo, al mismo tiempo de descargarle el rifle; y al irse contra mí, Andrés le haría lo mismo que le había hecho yo, pero desde el otro lado. De esta manera, la bestia se movería hacia la derecha, luego hacia la izquierda, otra vez a la derecha, de nuevo hacia la izquierda, sin cesar. Y este ser inducido a atacar a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda…sin cesar, le haría ver al tiranosaurio rex que se estaban burlando de él, lo que lo volvería furioso. Y lo que ocurriría a continuación, era sencillo: loco de la rabia y de la frustración, el monstruo se pondría a llorar desconsoladamente y, dejándose caer, se pondría a golpear el suelo con todas sus fuerzas, hasta lastimarse las garras. A ese punto, simplemente se quedaría dormido del cansancio y del dolor, y nosotros aprovecharíamos para escapar. Pero una cosa era lo que habíamos planificado sin tener la bestia enfrente, y otra lo que sentíamos que debíamos hacer ahora, cuando físicamente estaba allí. Y fue Andrés el que, con su gran sentido común, cambió por completo el plan. Haciéndome señas para que no hiciera ruido, me pidió que me agachara para susurrarme al oído los cambios que había hecho a nuestro plan.

Haber pensado colocarnos uno a un lado y otro al otro lado del tiranosaurio rex, había sido un error; debíamos estar los dos del mismo lado, me dijo. Se nos había pasado por alto el que yo era un viejo incapaz de moverme con rapidez; necesitaba de su protección, más cuando él estaba tomando clases de karate. Además, como también me dijo, él estaba en mejor posición que yo para saber lo que había que hacer, pues conocía más de tiranosaurios rex que yo: los había estudiado en sus juegos de video. Yo, en cambio, no tenía esos juegos en casa, y, aún si los tuviera, no los podría usar, pues eso era muy difícil para las personas mayores como yo. No me quedó otro camino que aceptar su lógica tajante. De todas formas, no la habría podido rechazar, pues él no admitía ser contrariado. En nuestros juegos de mesa, de metras o con aviones de papel, él siempre tenía que ganar. Y yo siempre estaba pendiente de perder, pero a veces, por descuido mío, ganaba yo. Entonces, muy enfadado, se tapaba la cara con las manos y se tiraba al suelo, amenazándome con no ser más mi amigo. En una de esas veces se quitó la gorra y me la tiró con todas sus fuerzas, dándome en la cara. Como en un acto reflejo, le grité, molesto, que no lo hiciera más. Nuestra amistad se rompió en el acto por quince minutos, tiempo durante el cual no nos dirigimos la palabra. De hecho, ni siquiera nos mirábamos, al menos no directamente; yo le dirigía algunas miradas furtivas y él hacía lo mismo conmigo, para ver quien cedía primero.

El tiranosaurio rex, impasible, seguía en el patio, detrás de los matorrales desde donde Andrés y yo, muy juntos, lo observábamos. Le pedí que disparara, pero él declinó el honor haciéndome ver que yo, por ser un viejo con experiencia, tenía mejor puntería. Disparé y di en el blanco. El monstruo se puso en marcha a gran velocidad, con su cola levantada, pero para nuestra gran sorpresa se lanzó directo hacia donde estábamos nosotros. Andrés dio un grito agudo y me aferró con tal fuerza, que los dos caímos sobre el polvo del suelo.

II

No tenía sentido alguno el que en aquella mañana bella y luminosa, dentro de mí sólo había un vago sentimiento de tristeza y soledad. Entonces fue cuando me di cuenta de que hacían exactamente siete días desde que no iba al patio trasero de mi casa; no iba desde esa otra mañana luminosa en que vi cómo metían, en el camión de la mudanza, las pertenencias del hogar de mi hija y de mi yerno, que por razones de trabajo, se iban a una ciudad lejana. El camión partió, y ellos abordaron su automóvil, con el niño en el asiento de atrás. A través del vidrio trasero, yo vi como Andrés me dijo adiós, con un movimiento de vaivén de su manito, que no paró ni aún cuando distancia y lágrimas me hicieron brumosa su figura.

En esta mañana, siete días después, me fui al patio a buscar refugio. Algo se movió en las ramas de un árbol, y, distraídamente, miré hacia allí. Lo que era, tenía un rabo largo, y pensé que podía ser un tiranosaurio rex. Pero cuando salí de mi distracción, me di plena cuenta de que era, simplemente, una iguana. Los tiranosaurios rex habían abandonado mi patio trasero desde la partida de Andrés.

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