Apagados

Desde el fondo del ascensor una señora gritó como si una pantera le hubiese mordisqueado las piernas. Reconocí tras el grito a la Dra. Manrique, pediatra de casi todos los niños del edificio. En honor a la verdad a todos nos invadió el miedo, en lo particular a mí que sufro de claustrofobia. Este apagón era una mano que se cerraba con fuerza y nos cortaba la respiración. Euclides, el gobiernero, trataba de respirar simulando una tranquilidad que se le escurría por el grueso sudor del rostro. Carla, la del 4-C había sacado un rosario el cual aferraba con maníaco candor. Pablo, el estudiante de derecho, se mantenía incrustado en su ipod , de cuando en cuando escrutaba los rostros de los que estábamos allí pero continuaba oyendo sus ritmos.

Saber cuánto tiempo había pasado era difícil; por insólito que parezca, los relojes y celulares dejaron de funcionar. Mientras transcurrían los minutos, las horas, pasábamos del miedo a la desesperación y de ésta a la agresividad. Se discutía a grito templado, incluso Pablo, quién se había arrancado los audífonos, expresaba su miedo en alta voz. Las mujeres se abrazaron y lloraban en una esquina, los hombres, agotados de tanto insultarnos, caíamos en una muda frustración. Afuera no se oía nada. Como si el mundo hubiese dejado de ser. Una sola cosa era cierta, no esperábamos ya ayuda externa.

Esa certidumbre, aunque terrible era algo dentro de la situación. Al llegar lo que creíamos que era nuestra primera noche en el ascensor, nos tumbamos como pudimos, tratando de descansar en esa obligada recámara. Sabíamos que el salir dependía únicamente de nosotros….

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