El (in) evitable triunfo del mal

Las dictaduras se expanden por el mundo, la libertad está en regresión y los tiranos se sienten impunes. Solo una gran alianza de las democracias liberales, despojada de la hipocresía de la política exterior actual, puede frenar el auge de la tiranía.

En las últimas semanas se han organizado manifestaciones en protesta al golpe de Estado militar en Birmania. En esta marcha del 10 de marzo, una persona llevó un cartel que dice en inglés “Queremos democracia”.

Por David Jiménez

Es periodista y colaborador regular de The New York Times.

11 de marzo de 2021

MADRID — Catorce años después de haber sido testigo de la masacre de cientos de inocentes en la Revuelta azafrán en Birmania, el ejército ha emprendido una nueva ola de terror en el país. La diferencia es que esta vez la represión apenas ocupa las portadas de los diarios o la atención de los líderes internacionales. Los tiranos del mundo viven una época de esplendor, entre la indiferencia general, una justificada percepción de impunidad y la camaradería de saberse parte de un club cada vez más numeroso.

El autoritarismo, un modelo que parecía en decadencia a finales del siglo XX, se expande imparable. La democracia se deterioró el año pasado en 45 países, el peor dato desde 2005, según un informe de Freedom House. Solo un 8,4 por ciento de la población global vive ya en democracias plenas. La tecnología, que muchos creímos sería un motor de libertad, está siendo utilizada para hacer más efectivo el control de las sociedades. La valiente resistencia que ofrecen ciudadanos en teocracias árabes o frente a populismos latinoamericanos, en lugares desde Rangún a Managua, se muestra fútil y corre el riesgo de transformarse en resignación.

¿Y si el triunfo del mal fuera inevitable?

No lo es, pero cuanto más tiempo pase, más difícil será detener su avance y revertir la tendencia. La experiencia demuestra que el beneficio a corto plazo de mirar a otro lado ante la represión no compensa los riesgos futuros y que el mundo es más seguro, estable y próspero cuanto mayor es la población que disfruta de derechos y libertades para trabajar, pensar e innovar en libertad. Ninguna dictadura dura por siempre: la obligación moral de quienes no la sufrimos es trabajar para que en otros lugares lo hagan lo menos posible.

La hora de las reuniones inútiles en las Naciones Unidas —su Consejo de Derechos Humanos incluye a Venezuela, China o Baréin— y retórica vacía ha pasado. Los enemigos de la libertad trabajan en creciente consonancia, exportan su ejemplo a países con instituciones frágiles y promueven la falacia de que los ciudadanos deben sacrificar sus libertades individuales a cambio de una mayor prosperidad, un modelo que tiene en China a su principal valedor. Potencias que solían hacer de contención, como La India, se inclinan peligrosamente hacia el autoritarismo. Otros regímenes, como Rusia o Venezuela, disfrazan con elecciones ficticias la represión y el monopolio de las instituciones.

El avance de las dictaduras en las últimas dos décadas ha contado con la pasividad de las democracias liberales, sumidas en sus propios desafíos populistas, una desigualdad que cuestiona sus sistemas económicos y la falta de credibilidad de políticas exteriores sumidas en la hipocresía. ¿Qué autoridad moral pueden tener las beligerantes llamadas en favor de la democracia en Cuba cuando a la vez se ofrece un trato de aliado preferente a Arabia Saudita, un país con graves abusos de los derechos humanos?

Los dictadores han aprendido el juego y saben que desviar la atención de los principios democráticos occidentales depende del interés económico.

La esperanza es que los países democráticos comprendan que lanzar una contraofensiva contra el autoritarismo va en su propio interés. La alternativa es un mundo más injusto, arbitrario, conflictivo e inestable, donde libertades básicas se conviertan en un privilegio de minorías y la geopolítica dependa de un puñado de sátrapas impredecibles. Es momento de reeditar una gran alianza que impulse, sin dobleces, ese texto tan olvidado y sin embargo más vigente que nunca: La Declaración Universal de Derechos Humanos, que en su primer artículo afirma que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.

La creación de un D20, formada con las democracias más estables del mundo, podría servir de plataforma para extender su modelo. Estaría compuesta exclusivamente por naciones que defienden la separación de poderes, elecciones libres y la defensa de las libertades de pensamiento, prensa, reunión, comercio u oposición. La asociación incluiría a Estados Unidos —ahora que ha superado el peligro autoritario de Donald Trump—, Australia y Canadá; las democracias latinoamericanas más saludables, Chile y Uruguay; excepciones democráticas asiáticas como Corea del Sur y Japón, la mayoría de las naciones de la Unión Europea y otros países dispuestos a trabajar para revertir la regresión global de las libertades. La idea es que, motivado por los principios, el D20 ocupara un espacio alternativo a otros foros internacionales, incluidos la ONU, el G20 a la Organizaciones de Estados Americanos (OEA), que incluyen dictaduras y terminan marginando los derechos humanos a la última prioridad.

La victoria electoral de Joe Biden en Estados Unidos, que ha mostrado en el pasado sensibilidad por la promoción de la democracia en el exterior, abre una puerta al optimismo. Y, sin embargo, las primeras recetas del nuevo presidente para luchar contra la ola autoritaria parecen sacadas de otra época. La decisión de publicar el informe que implica al príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohamed bin Salmán, en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi, es un paso en la buena dirección. Pero su impacto será escaso si no incluye consecuencias concretas para el régimen o el líder saudí.

Las sanciones internacionales, recuperadas como medida de castigo para los generales birmanos, han demostrado su inefectividad y suelen perjudicar a la población, como hemos visto en Venezuela o Irán. Cuando se adoptan de forma unilateral, además, carecen del peso que tendrían si fueran parte de un plan conjunto, adoptado por el mayor número de países. Hacen falta planteamientos nuevos.

Los gobiernos de ese hipotético D20, con aspiración de ser ampliado al mayor número de miembros, podrían ofrecer beneficios migratorios, de intercambio cultural y económicos a cambio de reformas democráticas a naciones que hoy se encuentran en la frontera entre el autoritarismo y la democracia. Cuando esos alicientes sean insuficientes, los violadores de derechos humanos deben ser perseguidos. El principio de justicia penal internacional, que en 1998 permitió al juez Baltasar Garzón ordenar el arresto del general Augusto Pinochet, está recibiendo un nuevo y necesario impulso. Aunque España reformó en 2014 sus leyes para limitar la investigación de delitos cometidos fuera de su territorio, países como Alemania, Suecia o Noruega han tomado el testigo de una causa que ganaría tracción si fuera secundada por otros.

Los déspotas del mundo necesitan saber que sus delitos serán investigados y las causas contra ellos permanecerán abiertas, incluso si el único logro es que no puedan dormir plácidamente. A la vez, los disidentes de sus países necesitan hacerlo sabiendo que su valentía recibirá el respaldo de las naciones democráticas. Poner todos los recursos diplomáticos al servicio de su protección es esencial, incluso cuando exista riesgo de fricción diplomática. Si algo enseña la historia es que, con los tiranos, el apaciguamiento nunca funciona.

Hay otras medidas que, adoptadas de forma coordinada, pueden obtener resultados a largo plazo: la suspensión de la venta de armas, tecnología o suministros a ejércitos que cometen abusos —España comercia ese material con 26 dictaduras—, la exposición pública y constante de los represores o su exclusión en foros internacionales y de la organización de grandes acontecimientos deportivos.

Catar, un emirato absolutista en Oriente Medio, fue premiado con la organización de la Copa del Mundo de Fútbol 2022, a pesar de las nulas garantías democráticas que ofrece el país. El precio más alto lo han pagado al menos 6500 obreros inmigrantes que han muerto en la construcción de las instalaciones deportivas, según una investigación del The Guardian. ¿Permitiríamos algo así en nuestros países? Esa y no otra debería ser la vara de medir al otorgar legitimidad dentro de la comunidad internacional.

La ofensiva para avanzar la causa de la democracia tiene un escenario claro donde comenzar una nueva era: a pesar de la represión, las detenciones y las torturas, los birmanos siguen tomando las calles a diario para protestar contra el golpe de Estado del ejército.

El coraje de sus ciudadanos, que fueron masacrados en las revueltas de 1988 y 2007, merece nuestro apoyo, medidas contundentes contra sus gobernantes y un esfuerzo conjunto para apoyar su causa. Los vídeos difundidos en los últimos días reúnen suficiente evidencia para iniciar un procedimiento en la Corte Penal Internacional contra los líderes de Birmania. La comunidad internacional debe poner los medios para investigar, detectar y congelar todos los bienes de los responsables de la represión. Los opositores que así lo deseen tienen que recibir asilo político y ayuda, en medios y fondos, para continuar su batalla por la libertad.

Pero ninguna acción será efectiva si no se hace de forma coordinada y como parte de una estrategia conjunta de los países que todavía creen que hay derechos universales que no dependen de la raza, la religión, la cultura o el lugar donde se nace. Un D20 por la democracia, lo más diverso y plural posible, sería un primer e importante paso en la defensa de ese principio.

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay