El lenguaje descalificador de los líderes oficialistas

“La retórica de la violencia y de la guerra
ha sido siempre una característica fundamental
de la revolución bolivariana en estos años.
Ello está marcando la forma de ser de los
venezolanos y está siendo una expresión
del profundo deterioro y de la destructividad
de la sociedad venezolana»

A. Capriles

Existe gente que disfruta descalificando a otro como si le complaciera poner en evidencia sus defectos o ineficacias y, además, sin motivo aparente. Es difícil saber por qué lo hacen, pero es probable que lo que busquen es disminuir la autoestima del otro para que de esta forma poder destacarse: ¿por qué el sapo se come a la luciérnaga? Hay sólo una respuesta: ¡porque BRILLA!

La actitud de un descalificador es la crítica constante, emitir una opinión por cualquier acción o inacción (sin que sea necesariamente producto de un juicio razonado imparcial y justo, pues lo usual en estos casos es que sea una opinión interesada, inclinada, sesgada y subjetiva). Estas personas se manejan con conjuntos de mensajes ambivalentes o contradictorios; o sea: que son capaces de confundir alabando un día y al día siguiente rebajando a su víctima sin piedad; pudiendo llegar a actuar con crueldad y jugar con los sentimientos del afectado y de quienes reciben el mensaje que emiten, tratando de hacerse indispensables para lograr con sus artimañas hacer que el otro se sienta inseguro y dependa de quien descalifica.

Este Régimen, desde que asumió el poder en 1999 y desde diversas tribunas mediáticas, ha utilizado un lenguaje bélico, agresivo y descalificador en contra de quienes lo adversan. El máximo líder del Régimen le dijo borracho, burro y asesino a George Bush, cuando éste era presidente de los Estados Unidos de Norteamérica; al ex presidente Aznar lo llamó fascista y asesino; a Uribe, fascista de la calaña de Adolfo Hitler, y a Manuel Rosales “desgraciaito”, mafioso, ladrón y asesino».

Tanto dentro como fuera de Venezuela, algunas personas se sorprenden por el lenguaje que emplean los máximos jerarcas del Gobierno Central en sus frecuentes comparecencias ante los medios de comunicación. Algunas personas, han dejado de sorprenderse por ese lenguaje, por cuanto su capacidad de asombro se ha agotado, no sólo por lo seguido de los desplantes de los segundones del Jerarca, sino por la mayor parte de sus actuaciones, signadas por lo excéntrico, lo extemporáneo y la improvisación.

Al margen de toda consideración ideológica o ética, existe la idea de que ciertos cargos, como el de Jefe del Estado y/o del Gobierno y sus más cercanos seguidores, aquí y en todas partes del mundo, poseen una dignidad patente en diversos aspectos, uno de ellos el lenguaje. No tienen los presidentes, primeros ministros y altos funcionarios en general, la libertad de emplear cualquier tipo de lenguaje. Cada uno podrá hablar en su estilo, pero éste tiene límites, y la tolerancia ante ello no puede ser infinita.

En la política venezolana no es una novedad el uso de un lenguaje descalificador e hiriente. En el siglo XIX fueron frecuentes el insulto y la injuria. Francisco Javier Pérez, joven y brillante académico de la lengua, ha escrito sobre el tema un precioso libro: “El Insulto en Venezuela”, publicado por la Fundación Bigott en 2005, que estudia abundantemente este apasionante tema. Pero en aquella época, los insultos eran proferidos por personas cultas, de modo que en ellos iba la impronta de un exquisito dominio del idioma. Muy al contrario de lo que ahora ocurre, con un lenguaje socialista marcado por la vulgaridad, la chabacanería, y la ignorancia de la propia lengua.

Con un lenguaje agresivo, descalificatorio, utilizado por quienes han de hacer realidad su llamado a la “unidad nacional”, han polarizado y acrecentado las diferencias, dando la sensación de que su objetivo es continuar el estilo ineficaz de su mandato, echándole la culpa a lo logrado democráticamente en la IV República. Ya han pasado catorce años de gestión y los resultados obtenidos dejan mucho que desear. ¡Venezuela está despedazada!

Mientras la mayoría de los venezolanos se sacrifican para sobrevivir, los altos funcionarios continúan acrecentando sus arcas. La economía del país sigue secuestrada por las directrices emanadas de la “Isla de la Felicidad”. Esta realidad nacional mantiene al trabajador –máximo representante del pueblo– en un estado de zozobra, viviendo con el temor a perder el empleo por cualquier decisión de expropiación o de conflicto laboral estimulado por los sindicatos oficialistas.

Un líder social que pretenda ser exitoso, tiene que mirar con altura y hacia el futuro, no enfrascarse en un diálogo agresivo y descalificador. Esta manera de hacer política por parte del Régimen, debe llevar a los venezolanos a concebir y adoptar una decisión, que no es entorpecer, sino que simplemente obligar a cumplir con el texto de la Constitución vigente. Mientras el que funja como Presidente de la República y sus cercanos colaboradores no cumplan su palabra ni cambien su lenguaje de insultar a los no-oficialistas, pareciera ser que esta no es la manera que el Soberano quiere que se haga política.

¡NADIE TIENE AUTORIDAD SOBRE LAS PERSONAS, SÓLO PUEDEN TENERLA SI SE LE CONCEDE!

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