El mundo en equilibrio

La Real Academia de la Lengua Española define la palabra equilibrio haciendo mención a la presencia de fuerzas encontradas que se compensan.

En el mundo de la química y de la física, la presencia de fuerzas contrapuestas genera una situación que podemos cómodamente calificar como de equilibrio, siguiendo la definición de la muy real academia. Un ejemplo de ello puede ser el sistema solar, donde las fuerzas centrípetas y centrífugas se compensan o se equilibran para mantener el sistema en equilibrio. Una modificación de esas fuerzas nos arrojaría a estrellarnos y consumirnos con el sol o a dispararnos sin rumbo por los espacios siderales. Por lo tanto, si una de las fuerzas, por la razón que sea, asume valores o magnitudes superiores a las que actúan en sentido contrario, el sistema se modifica, aun cuando se puede tratar de una modificación que sigue un sentido o una ley de movimiento determinada, no necesariamente caótica.

La palabra equilibrio, puede, en estos casos, identificar o describir situaciones o estados que realmente tienen presencia en la naturaleza.

En la economía, sin embargo, la palabra equilibrio tiene significados más complejos. No es fácil visualizar allí fuerzas que, actuando en sentido contrario, se terminen equilibrando entre sí, aun cuando el concepto de equilibrio es un instrumento metodológico altamente utilizado en el seno de la ciencia económica. Sin perjuicio de su utilidad relativa como instrumento metodológico, el mundo económico es una permanente y cambiante superposición de desequilibrios. La oferta no es nunca igual a la demanda, pues si no la producción tendría grandes dificultades para crecer. Que las exportaciones resulten iguales a las importaciones sería, para cualquier país, una inmensa casualidad, digna del libro Gines, y esos déficits o superávit en la cuenta comercial de la balanza de pagos bien pueden convertirse en situaciones deseadas y promovidas  – y no necesariamente combatidas – en el campo de la política comercial. Los ingresos tributarios no son iguales a los gastos fiscales, ni es una meta de casi ningún país el funcionar con un déficit o un superávit fiscal igual a cero. La oferta monetaria no es igual a la demanda monetaria, y ambas magnitudes están en una permanente y diaria modificación. Las expectativas de la población – que son en tan alta medida las determinantes de los procesos económicos y sociales – por lo general no se corresponden con lo que realmente sucede, ni con lo que es posible que suceda, en el mundo real y concreto.

La palabra equilibrio, por lo tanto, en el campo de la economía – y probablemente en todo el campo de ciencias sociales – no es una palabra que permita describir el funcionamiento real de los procesos que allí se viven.

Más aun, perseguir esos supuestos equilibrios y convertirlos en el objetivo primero y último de las políticas económicas – en cuyo altar hay que sacrificar cualquier otro objetivo social – se convierte en una meta peligrosa, tanto por los costos que tiene el intento, como por las consecuencias que tendría si esas metas se llegaran efectivamente a alcanzar. Ese eventual y difícil equilibrio, si llegara a alcanzarse, tendría un alto componente de inercia y de falta de crecimiento y de movilidad. Solo la ruptura de los equilibrios es lo que genera cambios en los sistemas. Esos cambios pueden ser positivos o negativos – ese es otro problema – pero en un caso o en otro, no se generan por la vía de la estática.

La economía es una red intricada y permanente de múltiples desequilibrios, y la tarea de los economistas no consiste en perseguir esa eventual y esquiva situación de equilibrio – que repito no es más que un útil recurso metodológico – pero que no es válido como un concepto que caracterice o describa lo que sucede – o lo que debería suceder – el mundo real y concreto. Más aún, estando todos esos desequilibrios relacionados los unos con los otros, no se pueden ir atacando uno tras otro – como si estuvieran en la fila del pan – sino que hay que ver permanentemente el conjunto del bosque. Un caso típico de los errores en este campo son las viejas recetas del FMI, que preocupados solo por los desequilibrios fiscales y monetarios, y recetando dolorosas medidas para lograr los equilibrios correspondientes, agravan los desequilibrios macrosociales tales como los que dicen relación con la oferta y demanda de trabajo en el mercado laboral, con el nivel de los salarios, con la distribución del ingreso, o con la oferta y demanda de servicios sociales como la salud, la vivienda o la educación. No es válida, hoy en día, la teoría que postula que solucionando los desequilibrios macroeconómicos se solucionan automáticamente todos los demás.

El oficio de los economistas consiste más bien en poder navegar en ese escenario de múltiples desequilibrios e incertidumbres, de modo de conseguir objetivos socialmente deseables. La consecución de equilibrios en la esfera estrictamente económica no es un fin en sí mismo, sino que tienen un carácter instrumental. Sirven – en el mejor de los casos- para conseguir otros objetivos de mayor jerarquía social.  El dominio, la armonización y el control de los desequilibrios sí que lo es, pues si ellos no quedan sujetos a las metas y a la capacidad regulatoria de los hombres, esos desequilibrios terminarían por caotizar y hacer colapsar el conjunto del sistema en el cual se hacen presentes.