El nombramiento de diplomáticos

La asociación de funcionarios de carrera del Ministerio de Relaciones Exteriores – y algunos parlamentarios y líderes políticos de la actual oposición – han levantado la voz para criticar la decisión del presidente chileno Boric de nombrar, en algunos cargos de embajadores, a ciudadanos que no pertenecen al funcionariado diplomático.

Sin embargo, nadie pone en cuestión la facultad presidencial para actuar en ese sentido, nombrando en esos cargos a personas de su exclusiva confianza. Esa norma ha existido desde hace bastante tiempo en las estructuras legales del país, y ha sido aplicada por todos los presidentes de la república de las últimas décadas, de todos los colores del espectro político nacional. Las criticas actuales no van encaminadas a derogar esa norma – si así fuera podrían poner el tema en discusión en la Convención Constitucional – sino solo a imponer, como una práctica, que sea una norma que no se utilice, o que se utilice muy parcialmente.

En cada ministerio no solo el ministro de la cartera, y los subsecretarios correspondientes, son nombrados en forma soberana por el presidente de la república, sino que hay varios cargos directivos de alto nivel político y decisional que también se llenan con personas de la exclusiva confianza presidencial. También hay, desde luego, cargos a los cuales se llega por la vía de una larga carrera funcionaria.

Pongamos un ejemplo. En el ministerio de agricultura, además del ministro y el subsecretario, hay que nombrar al director de Odepa, al director del SAG, y al director de INIA, entre otros. A nadie se le ha ocurrido, hasta ahora, que esos cargos tengan obligatoriamente que ser llenados por funcionarios de carrera del ministerio mencionado, aun cuando esa es una posibilidad que cada presidente de la república podrá o no tener en cuenta.

Si se llevara hasta las últimas consecuencias el criterio de que en cada ministerio los cargos de alta responsabilidad deben estar desempeñados por funcionarios de carrera, tendríamos que en el ministerio de educación o de salud, o de obras públicas, o de cualquier otro asunto, todos los cargos – y no se entiende por qué no el mismísimo cargo de ministro – deben estar desempeñados por funcionarios de carrera. En el fondo se trata de una concepción del estado altamente tecnocrática, en la cual la política debe contaminar poco o nada al desempeño de las políticas públicas. Se supone que hay una sola forma de hacer las cosas bien y que la tecnocracia es la depositaria del conocimiento correspondiente.

La existencia de una pluralidad de opciones respecto a cada problema de la vida, cada una de las cuales tiene, a su vez, diferentes técnicas o procedimientos para abordarse, y que sean precisamente las autoridades políticas las encargadas de decidir entre esas múltiples opciones técnicas, es una cuestión que está fuera de estos esquemas. Cada ministerio, de acuerdo a este criterio, debería estar compuesto y dirigido por una cofradía de funcionarios altamente inamovibles, que sean considerados por la opinión pública como los únicos depositarios del saber hacer, y sobre cuyas decisiones la política no tiene nada que hacer, excepto echar a perder las cosas.

Esta concepción, desgraciadamente no impera solo en el ministerio de relaciones exteriores, sino que es una peligrosa corriente de pensamiento que permeabiliza todos los ámbitos de la función pública y que se expresa en la idea de la tecnocracia sabe cómo hacer las cosas y los políticos no. Eso es una expresión más de una ya vieja escuela de pensamiento que intenta insistentemente desprestigiar y arrinconar a los que ejercen el oficio de la política, e imponer en todos los niveles posibles de la vida social, el imperio de un pensamiento único que tiene su propio cuerpo de depositarios y administradores de la verdad revelada ante los cuales todos los no iniciados tienen obligatoriamente que subordinarse. En el fondo de las cosas, este tipo de concepción no es que quiera prescindir de la política, sino que intenta imponer una política distinta, pero que considera más conveniente no identificarse como tal.