El valor del Conocimiento

Redaccion. Para ejemplificar el componente de fe de nuestro conocimiento, suelo decir que es infinitamente más barato y más fácil un montaje televisivo y mediático sobre la llegada del hombre a la Luna o de los robots a Marte, que colocar realmente al hombre en la Luna o a los robots en Marte. Recientemente tuve la fortuna de que alguien me viniera con una teoría que circula por ahí sosteniendo que lo de la estancia del hombre en la Luna es un montaje fotográfico. La tesis se basa en una serie de anomalías precisamente de técnica televisiva, del supuesto montaje. Algo parecido se mueve respecto al atentado del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas: circulan numerosos artículos y libros que sostienen y desde su perspectiva demuestran que los autores del atentado no se deben buscar en el integrismo islámico, sino en la cúspide del poder de los Estados Unidos.
Conociendo las limitaciones de mi conocimiento respecto a esos temas, no me apasiono por ellos. Yo no tengo medios para averiguar dónde está la verdad: así que me resigno a alinearme sin ningún entusiasmo con la posición que mejor me cuadra. Entiendo que si el perfil dominante de mi pensamiento es conservador, me alinearé respecto a éstos y a muchos otros temas con la tesis conservadora; y que si mi tendencia es contestataria (protestantes les llamaron en otros tiempos, cuando los temas a debate eran religiosos), me alinearé con las posiciones reaccionarias y levantiscas. Cada uno parte de su performación mental. No importaría que a eso le llamásemos preformación o prejuicio.
Debatiendo el tema con mi interlocutor, le hice notar que en cuanto adoptamos una postura crítica e intelectualmente exigente respecto a cualquier tema, ya no tenemos manera de adherirnos convencidos a una tesis ni a su contraria. Es tan abrumador el peso de las objeciones que nos sugieren la honestidad y el rigor intelectual tanto para una posición como para su contraria, que si tenemos a gala filtrar nuestros conocimientos, hemos de mantener en suspenso nuestro juicio; o sostenerlo con tanta suavidad, que pueda ir oscilando a medida que se presentan los argumentos y los datos.
Es que disponemos de argumentos apodícticos sobre mucho menos del uno por ciento de nuestro conocimiento. Si ni siquiera sobre el conocimiento de nosotros mismos pisamos con firmeza, ¿qué seguridad podemos tener sobre lo que nos viene “de oídas”? Esa es la condición del conocimiento. No nos entra por los ojos, ni por el tacto ni por el gusto, ni por el olfato, los sentidos que nos permiten un contacto directo con la realidad; sino que nos entra por los oídos. Y como la inmensa mayoría de las cosas no suenan por sí mismas, sino que las hacemos sonar mediante el nombre que les asignamos, he aquí que hemos de resignarnos a conocerlo casi todo de oídas.
He aquí, pues, que nuestro conocimiento es tribal, si formamos parte de una tribu; o sectario si por haber superado la tribu en la ciudadanía, nos hemos afiliado o hermanado o simpatizado con alguna secta política (en rigor, de ciudadanos; en realidad, se trata de oligarquías del poder político); o religioso si hemos nacido en una religión o nos hemos adherido posteriormente a ella.
ARGUMENTO
Cuando el conocimiento se ha de obtener mediante la argumentación y no por percepción directa, es imposible que tenga ninguna solidez. No hay manera de llegar por ese camino a la seguridad ni a la verdad. Si ésta ha de depender de la capacidad de argumentación de quien la defiende, su debilidad es extrema.
Pero, como no tenemos ninguna otra herramienta, hemos de resignarnos a regirnos por esa clase de verdades. Lo que resiste todos los argumentos en su contra, se erige finalmente como verdad. Es así como funciona también la justicia. Es proclamado inocente el reo cuyo acusador es incapaz de demostrar ante el juez que ha cometido el delito. Y por contra es proclamado culpable, con independencia de que lo sea o no, aquel contra quien el juez ha aceptado los argumentos del acusador. Y a veces se equivoca, claro está, porque la herramienta de acceso a la verdad es mala. Sólo debiésemos admitir como verdad aquella que resiste absolutamente todos los argumentos en contra, bien pocas verdades habría. Y sin embargo nos hemos montado un mundo hinchado de verdades. Claro que no lo son ni para todos, ni durante mucho tiempo. No lo son para todos, porque el valor de los argumentos no es objetivo, sino que depende de los prejuicios de parte de cada uno. Ni lo son siempre, porque la “ciencia” evoluciona.
No sólo es mala la herramienta para acceder a la verdad, sino que resulta además sospechosa. En la línea y en la vecindad del argumento, está la argucia. No es sólo vecindad léxica, sino también semántica. Y eso parece venir desde el mismo latín. Por lo visto había una clara división entre el latín culto y el latín vulgar. Para los literatos tanto el argumentum como su respectivo verbo arguere mantiene su valor noble de argumento y de arguir. En cambio los cómicos, transmisores del lenguaje de la calle, se inclinan más bien por el valor de la argucia, del ingenio y del embuste; y probablemente fue por esa línea por donde nos entró esta palabra en la lengua.
Arguo es mostrar, dar a conocer, manifestar; argüir, demostrar con razones o argumentos, probar, afirmar. Pero también tiene el significado de denunciar, acusar demostrando la culpabilidad, convencer a alguien de su error, vituperar, reprender. Servos ipsos neque accuso, neque arguo, neque purgo: En cuanto a los esclavos, yo ni les acuso, ni les inculpo, ni les justifico. Así dice Cicerón. Y tenemos también para este verbo el valor de refutar. He ahí el aspecto hostil de la argumentación. De ahí resulta, que la verdad sería la que es capaz de vencer todas las invectivas, todas las acusaciones de trampa y de sofisma. Pero no es la cosa la que resiste o deja de resistir los argumentos, sino quien ejerce de defensor de ella.
Abundando en el carácter hostil de la palabra, en su familia tenemos al argutator, que es el sofista; la argutia y la argutio, que es la acción de vituperar. Y el adjetivo argutus, que tiene el valor de acre, penetrante de gusto o de olor. Argutari es propalar, propalar embustes. Esos son los parientes del argumento.
Mariano Arnal
(Tomado de www.elalmanaque.com)