En sombras, pierdo mi niñez

Esta obra pictórica va acompañada de la narración que a continuación se anexa, del mismo autor.

I

Él está allí, dormido, con un brazo amarrado a la cama, en la sala 14, mientras las primeras luces del alba vienen a liberarlo, al menos por hoy, invadiendo el recinto por los postigos abiertos de su ventana.

Siempre me duele verlo así, delgado, ojeroso, con el pelo entrecano despeinado, con su semblante honorable pero abatido, atado como si fuese un animal. Él mismo se ata cada noche, antes de disponerse a dormir. Teme que, mientras duerme, su cuerpo empezará a flotar impelido por una fuerza desconocida que lo sacará hacia el espacio abierto hasta dejarlo en los confines del Sistema Solar, aislado, solitario, desprotegido, expulsado del planeta Tierra para siempre.

La primera vez que concibió la idea de que sería expulsado del planeta Tierra era él, todavía, un niño en escuela primaria. Fue cuando se dió cuenta de que ellos planeaban abandonarlo en algún lugar desde donde no pudiera encontrar el camino de regreso a casa; en la época en que se arrastraba al colegio atormentado por lo que harían allí con él los otros niños; en la que se arrastraba, en su camino de regreso, atormentado por el pensamiento de los correazos que recibiría en casa, que lo harían orinarse en los pantalones por el impacto de las ráfagas de anulación y de odio que emanaban de aquel ser que él percibía como gigantesco y omnipotente.

Me siento impelido a examinarlo de primero en cada mañana. Tomo una silla, sin hacer ruido, y me siento al lado de su cama para observarlo mientras todavía duerme. Como sintiendo mi presencia, que siempre aprecia, se despierta y me sorprende con mi mirada puesta en las ataduras de su brazo. Me observa con timidez, avergonzado por lo que yo debía estar pensando mientras veía sus ataduras. Y aunque sólo se sonríe, sin pronunciar palabra, yo sé que está avergonzado porque su temor de flotar no se cumplió por aquella noche; pero, también, sé que está profundamente aliviado.

II

Me levantan de madrugada y corro a su lado. Él, tomado por uno de sus terrores, tiembla incontrolablemente, atado a su cama. Pero tiembla sin emitir ni un solo grito, ni siquiera un gemido, pues desde su niñez no le estaban permitidos. El esfuerzo que hace, como aferrándose a sus ataduras para evitar ser arrastrado, es de tal magnitud, que las cuerdas hacen surcos profundos en su carne. Yo le tomo de los brazos y le aseguro que no permitiré que flote. De resto, él ya sabe lo que tiene que hacer. Ya conoce que el tirón de arrastre se debilita si logra él concentrarse, con todas sus fuerzas, en algún hecho bello de su niñez.

III

Está de nuevo allí, de niño, en el patio trasero de su casa. Es el recuerdo hermoso más lejano que pueda conjurar. Casi puede sentir, de nuevo, el gozo que en él inducían aquellas tardecitas dulces y amarillentas que teñían de oro las plumas de su gallo y de su gallina. Casi puede, de nuevo, tirarles granos de maíz, como entonces hacía, y regocijarse en la excitación generada en las dos aves esplendorosas que parecían morar con él en la misma dimensión.

Al principio, todos flotan en un torbellino que arrastra asteroides y ominosas esferas hacia el espacio exterior. Pero mientras más enfoca su atención en su gallina y en su gallo, menos fuerza tiene el torbellino y menos sólido y real parece. Y la escena se va esfumando, gradualmente, hasta dejar, solamente, el patio trasero y las dos aves bañadas por la luz amarillenta de una tarde celestialmente serena.

Él, como agotado por el enorme esfuerzo, permanece tranquilo mientras un brillo, apenas perceptible, aparece en sus cansados ojos.

Cuando yo abandono el recinto y levanto la mirada, ya las primeras luces del alba se esparcen por el firmamento. Y, entonces, me viene la certeza de que esa luz, un buen día, metiéndose a cántaros por los postigos de su ventana, eliminará, para siempre, las tinieblas que acosan su vida.

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