La Casa de Todos

Se ha dicho con tanta frecuencia que la nueva constitución chilena debe ser la casa de todos que a veces esa afirmación no es cabalmente comprendida por el grueso de la población o – lo que es peor – se utiliza con significados múltiples, a elección de cada usuario y de cada destinatario del mensaje. De allí que sea importante reflexionar un poco más sobre el contenido de ese concepto.

Una primera cuestión que hay que tener en cuenta es que la política, en un contexto democrático y participativo, tiene que estar en condiciones de ir definiendo las grandes decisiones que determinan el decurso del país. Esas definiciones políticas tienen que hacerse con respeto a las decisiones del pueblo y de las mayorías, pero siempre en el contexto de lo que la constitución y las leyes consideran como lo posible o lo lícito en el contexto de ese conglomerado humano que conforma el país. La constitución debe, por lo tanto, establecer los límites de lo posible.

La vieja formulación de Andrés Bello establece que las leyes – y la constitución no es sino una ley de leyes – mandan, prohíben o permiten. Si la constitución establece límites muy estrechos sobre lo que está permitido, las libertades de las personas y las potencialidades de la acción política se hacen muy escasas. Uno de los grandes pecados de la constitución pinochetista es precisamente que permite muchos grados de libertad a las empresas, pero escasísimos grados de libertad económica a los gobiernos, con lo cual estos se convierten en instancias incapacitadas de actuar en defensa del bien común, o de corregir las deficiencias del mercado o de jugar un rol promotor del desarrollo o de una mejor distribución del ingreso. En muchos casos dicha constitución no solo no permite actuar en esos campos, sino que incluso lo prohíbe expresamente.

La emergencia de nuevos sectores sociales en un país – o de viejos sectores que adquieren capacidad de hacerse escuchar – determinan nuevas demandas sociales e institucionales. Esas demandas pueden tener cabida y posibilidad de canalizarse en el marco de la constitución existente. Pero si la constitución vigente no permite plantear ni canalizar esas nuevas demandas, el sistema constitucional entra en crisis, o por lo menos reclama cambios de fondo. En gran medida eso es lo que ha sucedido en Chile en el transcurso de los últimos tres años.

La constitución de 1925, por ejemplo, permitió elegir y gobernar a un gobierno reaccionario y empresarial como el de Jorge Alessandri, en 1958, pero también permitió elegir a un gobierno reformista como el de Eduardo Frei, en 1964. La constitución del 25 tenía, por lo tanto, espacios y libertades democráticas como para que el pueblo y la política pudieran optar entre gobernantes y programas bastante diferentes. Pero cuando Eduardo Frei quiso llevar adelante una reforma agraria, se vio obligado a promover primero cambios constitucionales, pues la constitución vigente no era lo suficientemente amplia como para permitir los cambios en la propiedad de la tierra que ese proceso reclamaba.

Esa misma constitución del 25, con las reformas de Frei, permitió la elección y la asunción del gobierno de Salvador Allende en 1970. Pero cuando éste quiso nacionalizar el cobre, tuvo que hacer aprobar una reforma constitucional, pues la constitución de ese entonces no permitía ese grado de dominio del estado sobre los recursos minerales del país.

Se amplió, por lo tanto, en cada uno de esos momentos históricos y en cada uno de esos cambios constitucionales, los límites de lo posible, dejando a la política la elección concreta de lo que se hacía o no se hacía en cada momento histórico. De eso se trata: de construir una constitución en que una inmensa cantidad de demandas sociales, económicas o institucionales puedan expresarse y canalizarse. Se amplía así el campo de las libertades y se reduce el campo de lo prohibido. Se amplía y se perfecciona también el ejercicio y la calidad de la democracia y de la política. Se construye, por lo tanto, una casa más amplia y generosa.

No se trata de prohibir todo aquello que no nos gusta o aquello con lo cual no estamos de acuerdo, sino de prohibir solo aquello que es intrínseca y permanentemente negado por el conjunto de la sociedad. Ampliando, a su vez, el campo de lo constitucionalmente posible y lícito, se deja mayor espacio para que la política, la democracia y las mayorías definan en cada oportunidad, por la vía de las leyes, los grandes derroteros del país, pero siempre dentro de lo posible y de lo socialmente aceptado dentro de esa casa en la que vivimos todos.