La Ciencia, por si sola, no salva al mundo

El siglo XX será seguramente recordado como un período de la historia humana en el cual se hicieron presentes grandes saltos adelante en materia de ciencia y tecnología, quizás con mayor rapidez, profundidad y trascendencia que la llamada y reconocida como la primera revolución industrial, que tuvo como escenario fundamental a la Inglaterra de los silos XVIII y XIX.

El siglo XX fue testigo de la primera incursión directa del hombre en la Luna, que fue la consecuencia, a su vez, del desarrollo de la aeronáutica espacial, que permitió circunvalar la Tierra por medio de satélites tripulados y no tripulados.

Se desentrañaron también los secretos del átomo y se generaron fuerzas capaces de proporcionar energía a las muchas necesidades de los hombres, pero se abrió, al mismo tiempo, la posibilidad de matar a millones de personas en cosa de minutos, e incluso de poner fin a todo rastro de la especie humana.

 En la última década del siglo XX el mundo fue testigo del gigantesco desarrollo de las comunicaciones y del manejo centralizado de información.

Pero el siglo XX legó a la humanidad dos guerras mundiales, con millones de muertos, que tuvieron como escenario precisamente a los países y a los continentes con mayor desarrollo científico y tecnológico. Todo ese conocimiento se puso en alta medida al servicio de la producción acelerada de armamentos, con los cuales los países de la vieja Europa consideraron propicio matarse los unos a los otros.

La capacidad productiva de todo tipo de bienes, tanto de los que eran portadores de una esperanza de vida más fácil y más cómoda, como los que estaban destinados a la muerte y la destrucción, se multiplicó en forma exponencial.

Con toda esa base científica y tecnológica se abrió la posibilidad de alimentar a todos los pobres y hambrientos del mundo, de salvar a millones de muertos por enfermedades curables y de proporcionar a todos los bienes básicos como para llevar una vida digna y productiva. Pero esas esperanzas no se hicieron realidad en la medida posible y deseable. Millones de hombres, pueblos y naciones enteras, siguen padeciendo hambre y desnutrición y viven en condiciones extraordinariamente precarias, quizás peores que las que conocieron sus antepasados.

Ha quedado en evidencia, por lo tanto, que la ciencia y la tecnología, por si solas, no hacen correr los ríos de leche y miel que han estado en la mente de insignes soñadores.

La ciencia y la tecnología abren y expanden el espacio de lo posible, pero es el hombre, a través de sus instituciones sociales, el que termina decidiendo por una u otra de las alternativas que la ciencia y la tecnología traen aparejadas.

La ciencia permite conocer las leyes de la naturaleza. La tecnología permite generar o modificar procesos y herramientas, basadas en la ciencia, que permiten producir más y mejores bienes y servicios. La innovación, es la tercera pata de esa mesa, mediante la cual se lleva adelante la aplicación concreta de la nueva tecnología a los procesos productivos en una sociedad determinada. Sin esta última etapa, la ciencia y la tecnología se quedan como conocimiento académico, pero sin capacidad para cambiar la vida de los hombres.

Pero sin el dominio del conocimiento científico, que está en el origen de toda esta cadena, la innovación, en caso de producirse, se convierte en un proceso de mera repetición del conocimiento generado en otras sociedades, sin capacidad de crear, modificar, adaptar o reparar, las máquinas, herramientas y procesos en que se plasma la tecnología.

Chile tiene hoy en día grandes capacidades científicas. Pero es necesario que ello permita crear, captar y aplicar las tecnologías correspondientes. Esto último no tendrá lugar por la propia dinámica de la ciencia y la tecnología. Es la sociedad, y en particular el Estado, el que debe fomentar y/o generar la institucionalidad que permita que todo ese proceso se pueda utilizar, difundir y multiplicar en beneficio de todo el cuerpo social. Ese es uno más de los grandes desafíos que Chile tiene de cara al siglo XXI

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