De entre los grandes clásicos del marxismo, tengo entendido que es a Rosa Luxemburgo a quien se le atribuye la frase de que la revolución es el último acto de la economía política como ciencia. En otras palabras, lo anterior significa que antes de la revolución es posible estudiar las leyes de desarrollo del capitalismo o las leyes de movimiento de dicho sistema. A eso se dedicaron Marx y Lenin con bastante ahínco, escribiendo obras monumentales al respecto, sobre todo el primero, Carlos Marx, cuya obra fundamental, El Capital, está destinada precisamente a eso, a estudiar el funcionamiento del sistema capitalista, y no como algunos revolucionarios poco leídos creen, a propiciar el socialismo.
Pero después de realizada la revolución la política económica ya no tiene campo ni sentido alguno. De allí para adelante solo impera la voluntad de los gobernantes, o lo que es lo mismo, para ellos, la voluntad de la clase gobernante que ejerce el poder. Esa voluntad tiene la capacidad de imponerle a la realidad sus propios criterios, o de actuar sobre la realidad como si esta fuera una arcilla dócil a la cual la mano del pueblo le puede dar las formas que desee, por caprichosas que sean. Es indudablemente una visión hermosa, romántica y voluntarista.
Desgraciadamente, no parece ser una visión correcta. Armados de esa visión muchos pueblos cometieron errores costosísimos, o fracasos estruendosos, que hasta el día de hoy son ejemplos de lo que no debe hacerse en la economía ni en la política.
Y cuando se piensa que con la economía se puede hacer lo que se quiera- sin costos ni consecuencias – nada mejor que usarla en forma total e irrestricta al servicio de la política. En el período propiamente chavista
del chavismo, es indudable que se gastaron alegremente los petrodólares que en ese período entraron a raudales en las arcas fiscales. No se crearon obras de infraestructura ni se aumentó la capacidad productiva interna, sino que se fomentó el consumo y las importaciones, protagonizando una fiesta que parecía no tener fin. El único objetivo era político: afianzar en el gobierno a un partido y a un puñado de líderes que se reparten el poder, cualquiera que sea el costo presente o futuro que ello tenga. La economía se doblegaba, en la cabeza voluntarista de nuestros gobernantes, a sus antojos y apetencias.
Pero de repente, he aquí que el Presidente Maduro tiene que descubrir -aun cuando no quiera ni le guste- que la economía tiene sus límites y que incluso le pasa la cuenta a quienes han hecho uso y abuso de ella.
Descubrir, por ejemplo, verdades tan simples como decir que, cuando la impresión de nuevo dinero se incrementa más allá de ciertos límites, sin respaldo alguno, tarde o temprano la demanda de bienes y servicios dentro del territorio nacional crece más que la oferta de los mismos. Y cuando la demanda es mayor que la oferta o se genera inflación o hay que recurrir a llenar la diferencia por medio de las importaciones. Y que para realizar importaciones hay que tener dólares, pues no siempre se puede recurrir al endeudamiento externo. Y que cuando se ha recurrido al endeudamiento externo, en grandes cantidades, en algún momento hay que pagar lo que se recibió prestado, lo cual vuelve a generar escasez de dólares, sobre todo si el préstamo se usó para incrementar el consumo y no para incrementar la capacidad productiva, ni mucho menos la capacidad exportadora. Y que cuando todo el ingreso se dedica al consumo alegre y gozoso, y nada a la inversión, la capacidad de generar nuevos ingresos no aumenta, a menos que una guerra lejana haga aumentar los precios internacionales del barril de petróleo. Y cuando aumenta la inflación, el desabastecimiento y la devaluación de la moneda nacional, entonces la gente reclama –si es que todavía tiene espacios por donde canalizar sus reclamos– y las calles se llenan de gente y de gritos. Y entonces los gobernantes se dan cuenta que la economía ha vuelto por sus fueros, y que un serie de verdades sencillas vuelven a estar presentes en el debate nacional. Y que ya no se puede, como hasta hace poco, seguir haciendo lo que a uno se le ocurra.
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