LA RURALIDAD EXISTE

A pesar de que sobre ella pesa un alto grado de invisibilidad, la ruralidad existe en el país. Según la metodología imperante en las estadísticas económicas chilenas, ella alcanza al     13 % de la población. Sin embargo, si se adoptaran criterios metodológicos de la OCDE, el porcentaje de población rural en el país se eleva más allá del 30 %. Como quiera que sea, esa masa demográfica existe y tiene un peso económico, social y político de alta importancia y sus intereses merecen ser tomados debidamente en cuenta.

Esa ruralidad está compuesta por miles de unidades productivas – y por millones de personas de carne y hueso – que generan alimentos para el grueso de la población nacional, además de producir bienes agrícolas para la exportación.

La producción interna de alimentos no alcanza para abastecer la demanda de la población, razón por la cual hay que complementar la producción nacional con importaciones. Hoy en día se importa trigo, arroz, aceite, carne, lácteos, porotos, lentejas, garbanzos y otros productos adicionales. Es decir, el país no se autoabastece. Pero si no se autoabastece eso se debe, en alta medida, a que nunca se ha querido que se autoabastezca. No han habido políticas económicas encaminadas a alcanzar ese objetivo. Toda la política económica de las últimas décadas ha estado encaminada a someter a la agricultura chilena a la competencia implacable de la producción importada. Decir competencia es una forma elegante decir las cosas, pues en realidad se trata de una competencia en la cual se sabe de antemano, antes de que empiece el partido, quien será el perdedor y quien el perdedor. En otras palabras, el sector agropecuario que produce alimentos para el consumo interno ha sido el gran perdedor de la política de apertura comercial que ha pesado con tanta fuerza en la economía chilena.  

Durante décadas, por lo tanto, el país ha estado importando barato, no solo desde China, sino desde muchos otros países, y la agricultura ha soportado estoicamente esa situación. Hoy en día, sin embargo, los vientos soplan en otra dirección. Estamos en presencia de un incremento internacional de los precios de los alimentos, lo cual genera condiciones favorables para sustituir importaciones, aumentar la superficie cultivada y la producción nacional, y caminar hacia un mayor grado de abastecimiento nacional, siempre y cuando la sequía y la distribución más racional de las aguas de riego así lo permitan.

 Durante décadas nadie se preocupó de cobrar impuestos o aranceles más altos a los alimentos importados, para que la producción nacional tuviera alguna ventaja competitiva adicional a la que proviene meramente del clima y el suelo chileno. Eso iba en contra de toda la ortodoxia imperante. La consigna era que cada cual se defendiera como pudiera.  Ahora, sin embargo, cuando los tiempos cambian, se buscan fórmulas para intervenir en el mercado para que los precios de los alimentos importados vuelvan a estar en los bajos niveles de siempre.  La justificación de este cambio de política radica en la necesidad de seguir abasteciendo a las ciudades con alimentos baratos, de modo que no suba el costo de la vida, no se deterioren los salarios reales y no aumente el valor del trabajo.  

Fórmulas para lograr esos propósitos hay varias: subvencionar las importaciones de trigo y otros productos de alta demanda, proporcionándole dólares baratos; bajar los aranceles; bajar el IVA; y/o realizar transferencias directas de ingresos a los sectores más afectados por el alza de precios. Incluso algunos han llegado a pensar en fijar precios a los productos agrícolas. Cada una de estas fórmulas tiene costos. Ninguna es gratis. Pero hay diferencias en cuanto a quien paga esos costosa y en cuanto a las consecuencias institucionales, sociales y políticas de cada medida.  Así, por ejemplo, los dólares baratos tienen un costo para el fisco nacional y/o para el Banco Central. Bajar el IVA reduce la recaudación fiscal. Subvencionar los ingresos implica un nuevo gasto de los fondos públicos. Ofrecer dólares baratos para un sector determinado de la economía – en particular para las importaciones de trigo – es decir, establecer una política de cambios diferenciados, abre la posibilidad de desviaciones en el destino de esos dólares, y aun cuando así no fuera, significaría un castigo para un sector agrícola que ha sufrido muy directamente las consecuencias de un modelo previo de plena apertura comercial, en la medida que un precio bajo del trigo es, en la práctica el precio marcador o precio de referencia para muchos de los productos agrícolas.

Es loable y positivo el objetivo de compensar la caída del poder adquisitivo de la población urbana, pero hay otras herramientas, quizás más focalizadas, para lograr esos objetivos, sin imponer a la agricultura que cargue nuevamente con el peso de la política de salvamento. 

Foto de Anna Shvets: https://www.pexels.com/es-es/foto/hombre-pareja-mujer-campo-5231082/