Las tres versiones de Blas.

Blas, siempre había deseado (y creía poseer) para sí, la universalidad de Maupassant, la riqueza genial de Borges, la sobriedad de Onetti, la amenidad del Gabo y la frescura de Otero Silva, todo ello en proporciones por demás armoniosas y sutiles, sin que la primacía de alguna, opacara escandalosamente a las demás. Sus cincuenta años, regularmente vividos en Tilapia, lo habían convertido en un aprendiz de escritor, es un escriba trasnochado y anhelante. Blas, detentaba en el Pueblo el honorable título de Cronista y de Director de la Gaceta semanal “La Verdad”, cargo que nadie más quería, pues preferían las siembras, el baile, las mujeres y el alcohol “al fastidio de las letras”, como decían los jóvenes. En ese semanario, contó la historia, de ese pintor errante que, pasó por allí. Un artista condenando a pintar un único cuadro, en secuencias que avanzaban. También recogió, parte de la leyendas y tradiciones (por demás pintorescas), de esa parte del estado, lo que nunca había logrado Blas (y le causaba una rencorosa frustración), era dar curso a una narrativa de ficción, merecedora de sus pretendidas cualidades y talentos. Blas, quería hacer una pieza maestra, capaz de resumir al pueblo, al país, al mundo. Una obra en la que, pudieran verse generaciones, aspiraba a escribir uno de los clásicos, pero no cualquier clásico, sino “El Clásico”. Esa impotencia creadora, sumía a Blas en una melancólica desesperación. Una especie de amortiguada aflicción, transparentaba en su rostro que, paseaba por el pueblo todas las tardes, con el infaltable traje gris, su bastón de marfileña empuñadura y, su andar lento y cansino. Blas era un hombre desmesuradamente alto, tan alto que, a lo lejos parecía un espantapájaros móvil, sobre la lóbrega planicie configurada por la Plaza. Muchos lo comparaban con un quijotesco centinela, que al agonizar el día hacía una cavilosa ronda, que generalmente terminaba en “El Mechurrio”, un pequeño volcán en actividad moderada, el emblema de Tilapias .En una de esa rondas se produjo el hallazgo, se dio el encuentro iniciático. Un anciano de barba rala y canosa, surgió al girar en la esquina de “Las Monjas”. Blas, nunca había visto al hombre, por lo que optó por ignorarlo, cosa que no pudo hacer, puesto que éste le disparó a quemarropa esta frase: . EL atónito Blas, sólo recordó (vagamente), que antes de irse el anciano, desde su atroz corpulencia, le arrojó un polvo rojizo que le envolvió por instantes, cuando pudo ver, nuevamente, el viejo ya no estaba allí. Ese día no le sucedió nada raro a Blas, ni el otro, ni el otro tampoco, pero a las tres semanas, en medio de un sueño pedregoso, Blas despertó con una idea, era una versión para una novela, era la idea que había esperado por más de treinta años. Saltó del lecho, se envolvió en la raída bata de dormir y se enfundó las gastadas pantuflas, en realidad unas alpargatas “domadas”, como él les decía. Con frenética impaciencia, colocó las cuartillas y la lámpara de Kerosene sobre la mesa, buscó su pluma y comenzó a escribir, primero con timidez a trazos cortos y pausas largas, hasta conseguir en el delgado velo de la madrugada, asomada con timidez en la ventana, un ritmo acompasado y productivo. Pasaron veinte meses para que Blas tuviera listos los veintiún capítulos de la novela, había pasado los últimos cuatro meses en acuciantes correcciones. Éstas, le fueron arrancando a jirones trozos de su salud. Las rondas vespertinas eran infrecuentes, su semblante se vaciaba y poco a poco se instalaban ojeras de grueso tinte, debajo de sus cuencas, consumidas en la febril tarea.

Nadie sabía hasta ese momento de la naturaleza y, contenido de su trabajo, se cuidaba de trabajar a solas, de madrugada preferiblemente, en el momento en el que los deseos, buenos y malos acuerdan un momentáneo armisticio. Ese era el momento de la fuga en el pergamino que, terminaba plasmando lo que quería decir, no como en años anteriores donde la morisqueta, era lo más excelso vertido a la página que, burlonamente, se tendía, como una mordaz doncella ante la pluma, ante él. Una vez terminada la novela, se dio a la tarea de leerla durante una semana, dio dos lecturas y, concluyó que no le satisfacía en lo absoluto. Esa noche soñó que iba a “El Mechurrio”, arrojaba los manuscritos y el volcán en su lava le retornaba una novela nueva, única, insuperable. Cansado y envejecido por el esfuerzo de casi dos años. Blas preparó su traje gris, se anudó su mejor corbata y, se dirigió al volcán, debajo del brazo libre del bastón, llevaba el paquete de pergaminos. Se acercó lo más que pudo y lanzó, a sus ardientes fauces el legajo. Volvió más lento y debilitado que nunca. Nuevamente esa noche, se vio en sueños frente al volcán, lanzaba la novela y, del fondo mismo de “El Mechurrio” vio el rostro del viejo que le guiñaba un ojo, despertó Blas y tuvo otra idea, tan buena como la primera. A la segunda idea Blas le dedicó tres años, al final de los cuales le volvió a parecer insustancial el ejercicio literario, volvió a lanzar la novela a la hambrienta boca del volcán (sólo que esta vez por la debilidad de sus piernas tuvo que encargar a un muchacho de la peligrosa tarea) y concibió la tercera idea: una idea genial, merecedora de su enorme talento, de su manejo laberíntico de las frases. A ella, se dedicó en cuerpo y alma durante diez largos años. Luego de concluirla, comenzó la lectura final, la cual no pudo culminar. Un mortal ataque al corazón, se interpuso en su tarea de tenaz catador de prosa.

Cuando encontraron a Blas, arqueado sobre la mesa, con la gravedad de la muerte maquillándole el rostro, no se hallaron pergaminos, sólo se dice que entre su mano derecha, fieramente empuñada había una especie de polvo, un polvo rojizo……….

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