Leyes de Papel (1/2)

Virginia Contreras – Si hay algo que caracteriza a los regímenes democráticos, es su sumisión al Estado de derecho. Estado de derecho no es más que la sujeción del poder del Estado a la Ley. Uno de los fundamentos del Estado de derecho es el conocido principio de separación de poderes, formulado por Montesquieu (s. XVIII). Este ha sido creado en contraposición del Estado absolutista, cuyo ejemplo más palpable fue la célebre frase, atribuía a Luis XIV: “El Estado soy yo” (L’état c’est moi).

A pesar de la ineludible obligación de nuestros gobernantes, de ceñir sus actuaciones al marco de la Ley, la práctica nos ha demostrado cómo, bajo la excusa del “interés del Estado”, dicha obligación suele diluirse, y hasta imponerse por encima de la Ley, bajo la mirada impotente de los gobernados.

Es posible que algunos eventos mundiales hayan distraído nuestra atención respecto a los sucesos que se han venido desarrollando en el Continente Americano. De allí que hayamos escogido algunos ejemplos, a los fines de destacar aquellas circunstancias en las cuales son los gobernantes quienes descaradamente violan las normas que ellos mismos pretenden imponernos, sin que en sus casos haya poder humano capaz de sancionarlos.

El primero de los eventos que vale la pena mencionar se desarrolla en Guatemala, hermoso y colorido país centroamericano, cuyo esfuerzo por salir a flote, después de una cruenta guerra civil, ha sido innegable. Su presidente es Álvaro Colóm, quien comenzó su mandato de cuatro años, en enero de 2008. Colóm ha sido conocido como un hombre de familia, con un hogar honorable, y con una relación sentimental con su esposa, Sandra Torres, desde hace 14 años, si bien su matrimonio data de unos 8 años atrás.

Hace algunas semanas la sociedad guatemalteca fue sorprendida con una información, que de no haber sido ratificada por el propio presidente de la República, bien hubiera parecido alguna de esas noticias salidas de las luces de Hollywood. El presidente Colóm, y su esposa Sandra, han decidido solicitar el divorcio, decían los medios de comunicación.

Como comprenderemos, esta noticia, después de toda esa larga historia de amor que engalanó a la pareja durante la campaña que llevó al ingeniero Colóm a la presidencia, causaba sensación. Es cierto que se venía hablando del interés de la Primera dama de ser candidata presidencial, y de su frustración al constatar el impedimento que la Constitución de la República establece respecto a los parientes del presidente de la República, hasta el cuarto grado de consanguinidad, y segundo de afinidad, mientras éste se encuentre en funciones (literal “c”,art.186). Pero de allí a imaginarse que la pareja terminaría en divorcio, jamás.

El caso es que las noticias eran ciertas, y que el 11 de marzo pasado la pareja presidencial solicitó la disolución de su matrimonio, ante el Juzgado Segundo de Familia de la capital guatemalteca. ¿La razón? Ninguna de las establecidas en el artículo 155 del Código Civil de Guatemala. Simplemente, tal y como ellos mismos lo han reconocido, evadir la limitación constitucional antes señalada, a los fines de que la Primera dama pueda postularse como candidata presidencial por el partido oficialista “Unidad Nacional de Esperanza” (UNE), y “Gran Alianza Nacionalista” (GANA), a las elecciones convocadas por el Tribunal Supremo Electoral para el próximo 11 de septiembre.

Esta situación, en la cual la pareja presidencial reconoce tan campante su deseo de divorciarse, no en función de encontrarse su situación dentro de alguno de los supuestos legales, referidos a la disolución del matrimonio, sino de burlar el único obstáculo que los separaba de la continuidad en el poder, es simple y llanamente un fraude a la Ley. Esto es tan evidente, que aún hoy en día la ex Primera dama no deja de asombrarnos al reconocer públicamente que la justificación de su divorcio no obedece al mandato de la Ley, sino a otros intereses, no contemplados como supuestos para la disolución de su matrimonio. En efecto, si verificamos las declaraciones rendidas en rueda de prensa el 25 de marzo pasado, constataremos lo antes afirmado. Allí la Sra. Torres señala: “Me estoy divorciando del presidente, pero me estoy casando con el pueblo. Esa es la razón por la cual el presidente y yo anteponemos los intereses del país y no los propios” (sic).

Frente a este hecho es poco lo que la sociedad guatemalteca haya podido hacer. Algunos denunciaron la situación, otros interpusieron recursos de amparo, confiando en que la Fiscalía General de la República, y hasta la misma Procuraduría, procederían a investigar lo que para la sociedad de ese país es más que evidente. Ninguna de estas instituciones hizo nada. Siendo así, y amparada bajo los designios del poder, la titular del Juzgado Segundo de Familia aprobó la disolución del matrimonio presidencial. Con esto quedaba libre el camino, de la ahora ex Primera dama, para correr en la carrera electoral.

Otro de los casos que vale la pena mencionar, se desarrolla en otro país centroamericano: Honduras. Allí, a pesar del proceso electoral que llevó al poder al presidente Porfirio Lobo, y de la manera pacífica cómo han tratado de resolver los aspectos vinculados a la crisis política que produjo la salida de la presidencia de Manuel Zelaya, las exigencias de la Organización de los Estados Americanos, -y de algunos de los Estados miembros más influyentes, como Venezuela-, han obligado al nuevo gobierno hondureño a tomar otra serie de medidas poco ortodoxas.

Como ha sido del conocimiento público, Zelaya, al intentar modificar la Constitución de su país a fin de establecer la reelección presidencial (prohibida por la Constitución hondureña), incurrió en el delito de “Traición a la Patria”, tal y como expresamente lo establece la Constitución de esa Nación. Esta circunstancia dio origen a una primera acción judicial instaurada en su contra.

Posteriormente el ex gobernante fue objeto de varias acusaciones, ahora por hechos de corrupción, por la presunta comisión de los delitos de “fraude, falsificación de documentos públicos en perjuicio de la fe y de la administración pública y apropiación indebida de 57 millones de lempiras, pertenecientes a la Presidencia y al Fondo Hondureño de Inversión Social (FHIS)”.

El pasado año el presidente Porfirio Lobo, mediante decreto presidencial, sobreseyó los delitos políticos por el cual había sido perseguido el ex gobernante. De igual modo, hace algunas semanas la Corte Suprema de Justicia de Honduras, determinó la “suspensión” de las órdenes de captura expedidas en contra del ex mandatario, por los delitos de corrupción en los cuales habría incurrido Zelaya, durante el ejercicio de sus funciones como presidente de la República. A pesar de ser absolutamente irregular la suspensión de unas órdenes de captura, como si de un acto voluntario se tratara, es evidente que a partir de ese momento no existía impedimento alguno para que el ex gobernante, quien hoy en día vive en República Dominicana, se trasladara físicamente hasta su país a los fines de ejercer su derecho a la defensa en los procesos en su contra.

No obstante, y para asombro de todos, el pasado 2 de mayo, un Tribunal de Apelaciones de la Corte Suprema de Justicia de Honduras, constituido “ad-hoc”, “anuló” los procesos judiciales que por corrupción se le seguían al ex mandatario. Una vez más el poder supremo del Estado podía más que el Estado de derecho, hasta el punto de reconocerle privilegios a un ciudadano, que como tal, debería ser considerado en el mismo plano, y bajo las mismas condiciones, que cualquiera de sus compatriotas.

Ninguna duda queda respecto a la “intervención Divina” en este caso, más aún cuando examinamos las efusivas declaraciones del presidente Lobo, quien al saber la noticia manifestó: “Felicito al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Jorge Rivera Avilés, pues la última decisión que se tomó nos abre la posibilidad para que en junio regresemos a la Organización de Estados Americanos” (sic). Agregando más adelante: “Los dos procesos por presunta corrupción contra Zelaya están enterrados» (sic). Visto esto, no nos queda sino concluir lo que ha sido vox populi en las instancias internacionales, y es que para que Honduras fuere aceptada ante el organismo hemisférico de nuevo, era necesario romper con el Estado de derecho. Así por lo menos lo ha entendido el presidente Lobo.

Paradójicamente, el Secretario General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, declaraba en San José de Costa Rica, el pasado 13 de mayo: «No nos enfrentamos a situaciones de muerte violenta o súbita de la democracia, sino a procesos de muerte lenta. Es decir, a procesos de involución, en donde los elementos constitutivos o esenciales de la democracia se ven erosionados e incluso violados» (sic). Sabias palabras para quien llevó la voz cantante en la suspensión de Honduras de la OEA, olvidando que el Estado de derecho debía correr por igual para unos y para otros en ese pequeño país, hoy en día víctima de tanto atropello.-

(Fin de la primera parte)

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