Los pobres, los ricos y Dios

Dios ama a los menesterosos, a los pecadores, a los que no creen: nos ama a todos. Pero eso no significa que quiere que seamos pecadores, menesterosos o que por eso nos ama más. Desea que vivamos según sus enseñanzas y en abundancia: con lo que nos hemos ganado honradamente, porque su amor por nosotros es infinitamente grande, vino a morir por nosotros.

Él nos enseña que ni las obras, ni la riqueza, ni el poder político, son garantías de salvación. Que salvos serán los que crean y vivan de acuerdo a sus enseñanzas, sin que importe la riqueza o el poder que hayan podido acumular. Y de ello da testimonio tanto el Viejo como el Nuevo Libro. Pero no significa que Dios no los ame; es más, la Última Cena fue en “un gran cenáculo, muy suntuoso”, propiedad de un rico discípulo de Jesús. El mismo lugar donde, luego, se le apareció visiblemente el Espíritu Santo a 120 personas. Por otra parte, José de Arimatea es descrito como rico, noble decurión, varón bueno y justo y discípulo de Jesús.

Los comunistas eran ateos y de ello presumían. Ahora pretenden apelar a la fe, para expandir su religión. Pretenden convencernos que debemos vivir como menesterosos, renunciar a la riqueza y la prosperidad para lograr el amor de Dios, convirtiéndonos de esa forma, en el hombre nuevo que pregona la religión comunista: obedientes y sumisos a las órdenes del líder, rebelde a las enseñanzas cristianas y de Dios.

Fidel y todos los profetas de la fe comunista, serían lo encargados de garantizar que nadie prospere, que ninguno pueda enriquecerse, salvo los dirigentes del partido: sacerdotes de la nueva fe.

Todos deberán ganar lo mismo sin importar la jerarquía o su capacidad productiva, desaparecerán la empresa y la propiedad privada y se abrirán las puertas a la empresa en manos de los políticos, del dios Gobierno, que dirá en cada caso y según sea el caso, qué es pecado y qué no, y durante qué tiempo. Sus leyes serán la biblia del hombre nuevo, el césar pasará a ocupar el lugar de Dios, en la nueva religión.

El odio a todo infiel es su prédica y práctica. La tolerancia y el amor a quien se exprese diferente: el mayor de los pecados, una herejía.

El trabajo y el fruto del trabajo de un hombre deben ser sagrados para el Gobierno, que tiene el patrimonio de la fuerza, no puede amenazarme con expropiarme, sino cumplo sus caprichos. El que le quita al otro lo que le pertenece, viola la ley de Dios, no es un vivo, ni un revolucionario, ni un líder; simplemente está vendiendo su alma al diablo, aunque luego lo reparta o lo regale, para conseguir votos, apoyo político o para complacer a la novia.
Nuestra fe dice claramente: no robarás ni codiciarás los bienes ajenos. Y el césar, el gobernante, no está por encima de la ley de Dios.

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