Mamá Petra (Parte 2 de 5)

II

Ya cercano a los cincuenta, fue cuando sus crisis de soledad, angustia y nulidad se hicieron agudas. Hasta entonces, si bien habían sido una constante en la vida de Juan, no lo habían llevado al colapso de ahora. Y es que por años sin fin esas crisis no tuvieron la oportunidad de poseerlo: él estaba demasiado ocupado como para darles cabida. A pesar de que Mamá Petra era esclava de su máquina de coser para mantenerlos a los dos, él pasó su temprana juventud haciendo de todo tipo de trabajos para que pudieran sobrevivir. Y es que cuando él cumplió los diez, ella huyó hacia una ciudad lejana, llevándolo consigo. Juan tenía que alternar entre el trabajo y el estudio, porque para Mamá Petra era punto de honor el ponerlo, algún día, en las aulas de una universidad.

No era racional el que ahora él tuviera esas crisis aniquilantes en las que, doblegado por la angustia, lo tomaba un sentimiento de no ser nada ni ser nadie, aislado de todos y de todo. Él estaba rodeado de su mujer de siempre y de sus hijos, que lo amaban como él a ellos, y de sus colegas y amigos, que lo tenían en la más alta estima; y su título le daba estabilidad económica y lustre social.

Cuando sus crisis comenzaron, hacía unos treinta años que Mamá Petra había fallecido. Pero aún la recordaba frecuentemente con nostalgia. No se imaginó que cuando lo hospitalizaron, ya desquiciado de la realidad, ella sería la clave para su dramática curación.

Su colapso se inició una tardecita lluviosa de julio. Aunque estaba bajo el techo protector de su estudio, perdió contacto con el entorno circundante y se encontró a la intemperie, azotado por ráfagas de gotas heladas que parecían perforar su vestimenta. Estaba dolorosamente solo y aislado en una pequeña colina en la afueras de un pueblo de casas coloniales que se le antojaban acogedoras y cálidas, con frondosos árboles en sus patios, y con sus tejas protectoras conduciendo las aguas hacia las canales debajo de sus aleros. Y allí, en aquel paraje, no era él un sólido adulto bordeando los cincuenta, sino que era un niño inseguro y angustiado que rondaba los nueve. Se sintió sin familia, sin afectos, sin absolutamente nadie a quien pudiera importarle, desconectado por completo de los moradores del pueblo. Lo agobiaba una necesidad inmensa de estar, él también, debajo de uno de esos techos, teniendo una familia, como las tenían todos ellos, protegido y amado. Quería no estar helándose, empapado, en aquella colina apartada, sino sintiendo la acogedora atmósfera de una de las salas de recibo, que imaginaba tibias, con muebles de paletas de caoba oscura. Un sentimiento de nulidad lo agobiaba. Él era un aborto de la naturaleza, un error de la creación que afeaba la belleza del universo, un ente sin congéneres que los pobladores del planeta andaban buscando para aniquilarlo. Algo allá abajo le llamó la atención: las gentes empezaron a salir de sus casas y a agruparse en la plaza. Instantáneamente, él supo que habían detectado su presencia y venían por él, para matarlo. Aunque apenas si los podía distinguir por lo distantes, él sabía que traían puestos zapatos especiales para dar puntapiés; tenían la punta aguda y dura, y eran negros y brillantes. Tal vez pudo haber escapado, pero el terror paralizó sus piernas ya adormecidas por la lluvia fría y sus pantalones cortos empapados. Empezó a clamar por piedad, cuando la muchedumbre se aproximaba. A decirles que él era una basura que afeaba el poblado y que prometía internarse en las montañas para no darles asco. Que lo perdonaran por haberse atrevido a desear un hogar, cuando sabía que esa bendición no era para engendros como él. El primero que llegó, era su padre. Con sus manos inmensas, lo tomó por los cabellos y lo arrastró por el paraje lodoso, cambiando de dirección bruscamente una y otra vez, hasta hacerlo perder el sentido de orientación. Finalmente lo tiró con violencia hacia la muchedumbre, que ya lo estaba reclamando. Cayó de bruces sobre el lodo. El primer puntapié que ellos le asestaron lo recibió en la frente, rasgándole la piel profundamente. Se empujaban unos a otros para tener la oportunidad de patearlo. Cuando lo arrastraban ya por las calles del pueblo, tiraban de su brazo derecho, y se le había desprendido la pierna derecha, el brazo izquierdo y un trozo de cabeza. Desde los balcones de madera, imponentes matronas observaban con atención la escena allá abajo. Dentro de sí sabía, con absoluta certeza, que el que un engendro como él se hubiera atrevido a contaminar la pureza del pueblo, las tenía consternadas y atemorizadas; temían que sus hijos pudieran contagiarse de inferioridad. Lo que quedaba de él, más todo lo que se le había desprendido, terminó sobre un improvisado montón de leña en una esquina de la plaza. Cuando las llamas y el humo empezaban a sofocarlo, su esposa entró en su estudio alarmada por sus gritos de terror. Él no ocupaba su silla ejecutiva, sino que se arrastraba por el piso de cerámica, tumbando objetos. (CONTINUARÁ)

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