Mejores de lo que somos

(*) Leonardo Padrón – Cartagena, abril 2015 – Más de 600 personas, mayormente directores de escuelas de Brasil, México y Colombia se reúnen convocados por Sistema Uno Internacional. Realizan un cónclave. Buscan una “decisión transformadora” para la educación en Latinoamérica. Me invitan en calidad de outsider.

El chofer que me traslada me da el primero de los muchos  pésames que recibiré a lo largo de cuatro días: “No se crea, a nosotros nos duele mucho lo que les está pasando a ustedes en Venezuela”.

Hablar de nuestra escasez de café rodeado de la profusa y célebre marca colombiana Juan Valdés es doloroso. 

Un barman se permite el chiste: “Bienvenido a la tierra de Maduro”.

En fin.

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 La educación en nuestro continente ha sido un ruidoso fracaso. Todos los estudios arrojan el mismo resultado. Somos una sociedad cada vez más violenta y con menos cohesión familiar. Los niveles de deserción escolar son abrumadores. Una investigación realizada en Venezuela en el año 2014 reflejó que el 56% de los estudiantes abandonó los estudios entre los 15 y 19 años de edad. Tres millones de personas que se salieron del salón de clases para siempre. Más aun, el nivel formativo es precario, muy por debajo del rango de calidad de los países del primer mundo. El salón de clases del estudiante latinoamericano está en crisis.

Es la hora de las autopsias. ¿Por qué fracasamos? ¿Se ha intoxicado el ámbito pedagógico de mitos inservibles?

Más allá de los argumentos económicos y sociales que impulsan la deserción, o del agravio mayor que es el sueldo de nuestros maestros, el indicio más nítido del fracaso de la escuela es el hastío de los estudiantes. Les aburre demoledoramente ir a clases. La escuela nunca ha sido un parque de diversiones para ningún niño. Pero hoy el bostezo es del tamaño de un Tyranosaurio Rex y está a punto de tragarse las mejores intenciones.

En una conversación con una alumna de 13 años le pregunté por qué le fastidiaban sus profesores.

–Porque dicen cosas que no sirven para la vida.

–¿Cómo sabes que no sirven?

–¿Dónde se supone que en la vida me va a servir cómo hacer una fracción generatriz?

Matemáticas aparte, le pregunté si había alguien cuya forma de dar clases le gustara particularmente. Me habló de un profesor de geografía de inaudita popularidad.

–¿Por qué te gustan sus clases?

–Siempre cuenta historias raras para atraer nuestra atención. Y justo cuando te tiene atrapado, te da la clase.

Igual piensan sus compañeros: es el de mayor rating porque cuenta historias. El único que vincula el programa curricular con la vida. Se sale del molde. Se quita de encima las telarañas del libro de texto. Construye una oralidad.

La joven hizo una aclaratoria.

–También es culpa del Ministerio de Educación.

Punto crucial. Sin duda, el contenido de los programas parece haberse atascado en los lodos del tiempo, sin indicios de seguirle el ritmo al siglo 21.

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Un maestro, se supone, les explica el mundo a los estudiantes. Su herramienta es el lenguaje. De acuerdo a cómo se relacione con él, así la eficacia de su misión.

Pero, ¿cuánta importancia le damos al lenguaje?

El ser humano está permanentemente narrando su tránsito por el planeta. A través de pequeñas o grandes historias. En tono épico, simbólico o doméstico. Y, vaya paradoja, en la gigantesca aula de la educación latinoamericana no se narran historias. Se replican contenidos. Se atornillan estereotipos. Es como un aspersor de agua que nunca cambia su ritmo ni su rumbo. Se hace, por lo tanto, predecible, monótona, aburrida.

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 Siempre he acuñado la idea de que la NASA debería enviar al espacio no solo astronautas. También poetas, novelistas. Alguien que tenga una relación con el lenguaje tan eficaz que nos pueda transmitir lo que implica estar fuera del planeta, el tamaño del desasosiego, los hilos eléctricos del miedo y la emoción. Quizás no importe tanto la distancia entre la Tierra y Marte como los sentimientos que experimenta la especie humana en el confín del universo. Suelen lanzar al espacio a científicos, expertos en telecomunicaciones y electromecánica. Hollywood ha tenido que apelar a la imaginación de sus guionistas para construir el correlato emocional que nos falta.

El conocimiento merece ser transmitido de una manera más carismática. El aprendizaje se ha llenado de tedio. Todo se reduce a cumplir los objetivos programáticos. ¿Cuántas de esas clases tendrán un momento de revelación para los alumnos? ¿Nos enseña la escuela a cultivar la sensibilidad? Aprender a leer, por ejemplo, no es solo manejar un código, es también una contraseña para entrar a la vida.

Pero sucede que la relación del alumno con la lectura es totalmente desaprensiva. ¿Desenlace? La juventud maneja un exiguo repertorio de palabras para expresarse. Según ciertos lingüistas el joven latinoamericano usa un promedio de 200 palabras en su vocabulario. Un rasgo de indigencia con respecto a la riqueza del idioma castellano.

Los estudiantes suelen ser indiferentes ante la aventura que un libro entraña. El sistema educativo ha colaborado con esa apatía a través de métodos que asesinan el placer de la lectura.

En rigor, ¿importa saber a qué movimiento literario perteneció Jorge Luis Borges? Importa más el destello que ocurre cuando leemos: “Del otro lado de la puerta un hombre/hecho de soledad, de amor, de tiempo/acaba de llorar en Buenos Aires/ todas las cosas”.A nadie le conciernen cuántas sílabas tienen esos versos. De César Vallejo me afecta y conmueve, no su clasificación en el sistema literario, sino el don para expresar la tristeza humana al decir: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave”. Nos resulta más seductor entender que el lenguaje es capaz de expresar lo inexpresable cuando Browning dice: “Y precisamente cuando nos sentimos más seguros, llega una puesta de sol”.

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 Creo en la eficacia de demostrarle al alumno lo que cabe en las 27 letras del alfabeto: la guerra y el amor de los hombres, el descubrimiento del fuego, la historia de Dios, la astronomía, todo Shakespeare, las aventuras de Harry Potter y Robinson Crusoe, el desierto, el humor, las epopeyas. Y lo que aún no se nos ha ocurrido. El lenguaje acepta todos los cruceros posibles.

El “había una vez” predispone favorablemente a los sentidos. Es el mismo señuelo que poseen las telenovelas, que han logrado imantar a millones de espectadores con el lenguaje de las emociones. O ese torrente verbal que todo caudillo latinoamericano esgrime para cautivar a la masa. Todo está construido en base a una narrativa. Y el lenguaje es el gran hechicero.

Mientras, la escuela no nos ofrece historias. ¿Acaso materias como la geografía o las matemáticas no tienen historias? ¿No es la vida secreta de las plantas un misterio que nos revela la biología? ¿Importan las fechas de nacimientos de los próceres más que las oscuras razones humanas que generan las guerras? 

Si se le otorga al salón de clases el formato de la aventura, se podrá competir contra esos grandes seductores que son la tecnología y los medios de comunicación. Que la imaginación y la osadía tomen por asalto el aula. Cada vez que un maestro se empina frente a sus alumnos tiene la posibilidad de cautivarlo o aburrirlo. Lo que allí ocurra determinará el resultado: un niño mejor educado o un indiferente crónico.

No huir del salón, sino hacia el salón, esa es la premisa. Asumir a los estudiantes como un público al que hay que convencer de que estar sentados frente al pizarrón es la mejor idea del día. El proceso pasa por reeducar al maestro.

Hacer de cada hora de clases una tertulia signada por el entusiasmo. Heidegger decía: “solo en la conversación alcanzamos nuestra humanidad”.

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Google a veces viste bata de doctor o psiquiatra, traje de agente turístico o historiador, y en muchas ocasiones, tiene sus dedos manchados de tiza. Google, hoy por hoy, es el maestro más solicitado del mundo. Es él, con su pizarrón abierto las 24 horas, sin arrogancia académica, quien capitaliza la atención de millones de estudiantes. Y a pesar de que no siempre es confiable ni riguroso, el profesor Google los atrapa siendo veloz, portátil, polifacético. Hay que aprender de sus estrategias. El reportaje del domingo pasado en Siete Días de El Nacional, “El futuro llega a las aulas”, dio cuenta de la revolución tecnológica en proceso en la última década.

El amor remoza sus códigos, la música se fusiona, la moda se reinventa, la gastronomía hace combinaciones inéditas, ¿y la educación?

La clase  exige convertirse en un ser vivo.

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 Contaba José Ignacio Cabrunas en un artículo titulado “De cómo hacer para que la literatura repugne” de una amiga que cursaba el último año de bachillerato y le solicitaba asesoría para una tarea. Su mayor aspiración era “salir de ese espanto”. Cabrujas aclaraba: “El espanto de Elena Peralta es el bachillerato nacional, descrito por mi amiga como una desgracia vital, como el mismísimo muermo del alma”.

Y luego precisaba: “No la ayudé. Me mostré sarcástico y negativo al tratar de convencerla de que la única manera de estudiar bachillerato en Venezuela, Universidad incluida, es considerar el aula como un sitio social, un lugar de encuentro, donde prácticamente lo único importante, es encontrar a unos amigos capaces de crear un verdadero estudio subterráneo y alternativo, una conducta disidente, un compartir impresiones y regocijos, quejas y proyectos, galleticas Oreo y expectativas de qué voy a hacer cuando salga de esta vaina. Cualquier cosa, con tal de renegar del programa oficial, de la brutal medianía que el Ministerio de Educación ha diseñado en su afán persistente y denodado de estupidizar a nuestros jóvenes”.

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La autopsia debe completarse. Sin temblor en el pulso. Proponer una inflexión audaz. Salvar el presente para tener eso que llaman futuro. Está en juego la educación de un continente. Es decir, su salud. La posibilidad de ser un lugar de verdadero desarrollo y nosotros, sin duda, algo mejores de lo que somos.

(*) Escritor, guionista, locutor, periodista y productor de televisión venezolano.

Fuente: http://www.el-nacional.com/opinion/Mejores_0_620937940.html