Migu

Era aquel pueblo, como un viejo galeón encallado en las montañas. Rompiendo la monotonía del paisaje, dos calles se arrastraban penosamente de norte a sur. Los palomares eran testigos mudos, de las pocas personas que ese mediodía vagaban por el poblacho. Desde sus cuencas ajadas me miró la anciana, con un dejo de reprimida curiosidad. El sol le golpeaba cada arruga de la cara con candente parsimonia. De pronto, comenzó a relatarme con una voz que parecía venir de un amarillento reducto, parte de la historia de Migu. En mi libreta, iba volcando no sin asombro lo que oía desde esa añeja fuente. >.

No alcancé oír lo que me dijo al final de su relato. Sólo observé, como la luz parecía rehuir el contacto con esas soledades, que poco a poco se hacían borrosas en la memoria. El sol ya no azotaba. Migu, era una inmensa lagartija que no quería despertar del todo. Cuando me alejaba, vi los arrasados campos, una que otra espiga surgía obstinada entre los matorrales.

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