Renovación universitaria

Al respecto de la necesidad de la renovación, el profesor Alejandro Llano comenta, que la Universidad debe reencontrar su alma, para que se oriente decididamente hacia lo nuevo; es imprescindible inaugurar un insólito modo de pensar que sea capaz de moverse en escenarios contrafácticos, es decir, que no sacralice los hechos, ni se someta dócilmente a las valoraciones culturales imperantes. El ejercicio mismo de la inteligencia, como antes se apuntaba, consiste en desmarcarse de los principios vigentes y pensar, desde la misma realidad, con una actitud epistemológicamente inconformista y radical.

El acontecimiento de que la ciencia y la cultura -especialmente a través de las nuevas tecnologías de la comunicación– se hayan convertido en fenómenos de masas, ha facilitado que la extensión de los conocimientos favorezca la superficialidad de las comprensiones. El mundo del arte y del pensamiento se ha poblado de tópicos consagrados, con muy escasa base objetiva, que han convertido la tarea científica, en un trabajo cercado por el conservadurismo y sometido a fuertes presiones de tipo político y económico. La libertad de investigación, en contra de lo que suele suponerse, no se ha dilatado sino que se ha contraído.

Las universidades deben revisar qué tanto están aportando con sus líneas de investigaciones en pro de los problemas nacionales. Analizar, evaluar la eficiencia de sus normas, sus procedimientos administrativos. Se sabe que en algunos países, incluyendo el nuestro, buena parte de las energías de quienes están al frente de grupos de excelencia se malgasta en gestiones administrativas y en relaciones públicas, con detrimento de la dedicación a las tareas propiamente investigadoras.

Considerar lo aportado por el profesor Llano, que el agobio reglamentista desemboca en la abierta paradoja del ahogo administrativo de las posibilidades de elegir. Los planes de estudio de las diversas carreras, pueden llegar a ser una ‘selva selvaggia’ de asignaturas de diversas duraciones y categorías, que se han de distribuir en proporciones rígidas a través de los sucesivos cursos, con el resultado de currículos surrealistas cuyo valor formativo roza lo puramente imaginario. Y lo peor es que, en algunos casos, esta proliferación normativa no sólo es obra de las instancias administrativas estatales, sino que ha contado con la complicidad de los propios estamentos universitarios, más preocupados de la proporción de su respectiva influencia que de la suerte que puedan correr los estudiantes, tras una colonización tan minuciosa del espacio académico.

Se requiere analizar la eficiencia de la actual estructura organizativa de las universidades; tomar en cuenta que, las rígidas pueden, en el mejor de los casos, asegurar niveles mínimos de calidad homogénea. Pero sólo se puede aspirar a la excelencia, por la vía de las configuraciones informales, como se sabe en la teoría de las corporaciones, al menos desde los tiempos en que Chester Barnard publicó su obra ‘Las funciones del ejecutivo’.

Se debe considerar, que pretender que todas las instituciones académicas estén cortadas por el mismo patrón y relegar el pluralismo exclusivamente a las diferencias internas, que en cada una de ellas se puedan legítimamente producir, constituye un modelo escasamente apto para el fomento de la capacidad de innovación, que toda corporación académica ha de aplicar también a su propia configuración funcional.

Se debe tener muy claro, que la fuerza de una universidad no procede de sus recursos económicos ni de sus apoyos políticos. El origen de su potencia se halla en la capacidad que sus miembros tengan de pensar con originalidad, con libertad, con energía creadora. Deben las universidades nacionales saber gerenciar adecuadamente el talento humano que se tiene, aprovechar su gran capacidad creativa e innovadora, que a la larga es la que proporciona sus ingresos; deben compenetrarse con la renovación que le favorezca.

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