Vocinglerías en el País de los Desparpajos

Mery Sananes – En el país de los desparpajos, la palabra es una oscura pendiente por la cual descienden todas las iniquidades. Hace mucho perdió su sonoridad de piedra y de remanso. Hoy va cargada de pólvora desenvolviendo acertijos en una lengua extraña. Ya nada se comunica con ella. Cada quien carga su propia palabra expedita para zaherir, sellada para aprehender, vacía para contener.

Con una palabra así nos hemos convertido en ajenos. Y lo que vamos haciendo, comienza a formar parte de un enjambre que no hemos creado, pero que se agiganta de tal modo que nos arropa hasta el silencio.

En cada consonante aguarda una celada, y no hay oración alguna que concluya en un acierto. Los verbos en desbandada van fraguando cada uno una diáspora que sólo deja la huella de su sed.

El adjetivo va a sus anchas, pintando cada rostro con la silueta de algún mal. Y el suspiro se ha quedado dormido sobre un punto, que ya ni siquiera es capaz de volverse exclamación.

Así vamos despedazando las palabras hasta quedarnos mudos, en medio de los gritos que socavan las gargantas, inutilizadas para escribir oraciones en la tempestad de los tiempos.

Impera sólo ese invento de la malicia, ese encono del odio que se atiza aún sin la conseja de la brisa, esa rabia que se agita sobre los peldaños, como un agua que corre río arriba para regresar con fuerza de torbellino, a inundar las risas que no nacieron.

Y en medio de este descalabro del abecedario, de esta tormenta de palabras inútiles, esta trágica secuencia de una palabra-muerte que avanza en crescendo, ¿qué nos queda para irrumpir en el destrozo y acompasar el tenue hilo del soliloquio en busca de un mar sonoro y musical?

¿Qué vano ejercicio hemos emprendido, para que hayamos borrado de la memoria de los lechos, el infinito rubor de una palabra de amor?

Ya no hay prédica ni predicados que sinteticen la dimensión de la vida. Se nos ha olvidado la tarde, empeñados en socavar los cimientos de los amaneceres. Y así cargamos la noche como una bala perdida incrustada en la esperanza.

No hay espacio para darle cabida a la simiente de un abrazo. Estamos demasiado ocupados en hazañas de vacía rebeldía. En la retórica de las palabras sin cántaro. Ensimismados en una batalla de la que nadie saldrá ileso.

En los tiempos de horror y de desaliento, la palabra se deshila hasta desaparecer en el andén de los desahucios. Pierde toda resonancia y se despliega como un contingente armado, aguardando a quien disparar.

Nada nos devuelve la mesura ni la cadencia de una armonía perdida. El hastío toma el lugar de los diptongos Y a la final una sola vocal aúlla sus intemperancias, mientras la lengua cumple certera los designios de Babel.

¿Habrá capacidad para recuperar el habla perdida? ¿Tendremos disposición para reinventar una lengua que no espante? ¿Podremos alguna vez colocar en la punta de las metrallas, una palabra que ahuyente la muerte, disipe la soberbia, disuelva los maleficios, hasta devolverle al hombre un abecedario de lirios, un habla de azahares, una sonoridad de adagio?

Si esto no es posible, será mejor acallar la palabra inútil que sale en iluso vuelo, con ansias de ser pájaro, hacia ese desierto sin bosques, en que hemos convertido el vivir, en este desmesurado, terrible y trágico expaís, en el cual los árboles, lejos de plantar sus raíces en el espejo de sus sombras, ascienden hacia las nubes en busca de una lejana y distante eternidad.

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