Juan Antonio no tuvo, como pintor, el lustre de su hijo Arturo; no dedicó su vida, por entero a la pintura, ni tuvo oportunidad de formarse como pintor más allá de las fronteras venezolanas como, en cambio, la tuvo su hijo. Hizo obras de carácter histórico y religioso, pero produjo, mayormente retratos. Fue el primer maestro de pintura que tuvo Arturo, a quien inició en el mundo del arte a temprana edad.
Nace Juan Antonio en 1832, y muere en 1918. En 1859 se casó con Socorro Castillo, hija de Pedro Castillo, el pintor que decoró las paredes de la Casa Páez de Valencia con escenas de la Batalla de Carabobo y que fuera uno de sus maestros de pintura. Arturo fue el cuarto de los cinco hijos del matrimonio; murió antes que su padre, a la temprana edad de 35 años, víctima de la tuberculosis. Juan Antonio fue para Arturo un padre ejemplar. Lo acompañó hasta sus últimos días, conjuntamente con Lastenia, la esposa de Arturo. Este hecho me motivó para pintar el cuadro cuya foto acompaña a este artículo. El rostro en el cuadro corresponde a Juan Antonio, y las escenas a Puerto Cabello. Lo que tuve en mi espíritu, mientras pintaba el cuadro, lo he plasmado en la forma de un pequeño cuento, que anexo a continuación; éste es, por completo, producto de mi imaginación, y sólo debe reflejar mi admiración por sus personajes.
REGRESO A LA TIERRA NATAL
I
Otra noche más de julio de 1898. Desde su dolor y su inmenso cansancio de tantas noches de vigilia, Juan Antonio miró al moribundo que respiraba con dificultad, tendido sobre el lecho. En algún instante de ingenuidad se había imaginado que un ser excelso, como su hijo, debía ser inmortal. Pero no lo era. Para Jesucristo, el gran Arturo Michelena no tenía más méritos que cualquier otro ser humano; es más, ni siquiera le permitiría a su Arturo terminar el cuadro sobre la Última Cena, que con tanta devoción pintaba cuando la tuberculosis terminó por vencerlo. Pero que lo perdonara Jesucristo, por sus pensamientos paganos, que no eran más que el producto de la desesperación de un padre forzado a presenciar la extinción de su hijo. Pidiéndole a Dios iluminación, un poder ajeno a él lo hizo fijar la mirada en la llama titilante de la vela que alumbraba el recinto. Y esto lo sumergió en un estado de conciencia dulce y apacible que lo hizo perder toda noción del tiempo.
II
Estaba, de nuevo, en su tierra natal. Sin saber si flotaba o se arrastraba, subió la ladera del cerro hasta llegar al viejo fortín, y, desde allí, divisó todo el glorioso panorama, bañado por una luz amarillenta que no parecía salir de fuente alguna.
Sin tener conciencia de descenso, se encontró trasladándose por calles donde cada balcón, cada recodo, era un rincón de los recuerdos, esos recuerdos tan llenos del éxtasis de los años de pureza y de inocencia.
III
Gradualmente, de la oscuridad empezó a emerger una tenue luz titilante. Era la vela que alumbraba el recinto. Juan Antonio había regresado. Pero regresaba convertido en otro; su corazón estaba lleno de serenidad. Al mirar la figura tendida sobre la cama, tuvo la percepción de que su hijo, solamente, iba a regresar a la tierra natal de las almas nobles.