En 2009 -en la segunda mitad del segundo período presidencial de Lula da Silva- Brasil exportó bienes por un valor total de 152 mil millones de dólares. Al año siguiente, en el 2010, ese valor había aumentado a 201 millones de dólares. Casi 50 mil millones de dólares adicionales. Esa es una cantidad fabulosa, que cambia necesariamente la situación económica de cualquier país en desarrollo. Pero más extraordinario aun fue el hecho de que, en el breve período de otros 12 meses, en el transcurso del año 2011 –que fue el primer año de la presidencia de Dilma Roussef- el valor total de los bienes exportados alcanzó a los 256 mil millones de dólares. Es decir, nuevamente, 50 mil millones de dólares por sobre la cantidad del año anterior.
A lo ya mencionado hay que agregar que Brasil ha sido, durante la presente década, uno de los más importantes receptores de inversión extranjera directa a nivel mundial. En 2009 los montos de IED recibidos por Brasil, alcanzaron a casi a 26 mil millones de dólares. Un año después ese indicador se había elevado a 48 mil millones de dólares. Y en el primer año del período presidencial de Dilma Roussef, la inversión extranjera directa alcanzo a los 66 mil millones de dólares.
Con esas cantidades de divisas -provenientes de las exportaciones y de la recepción de capital extranjero- era enteramente posible llevar adelante una política social, que impactara en forma significativa en los niveles de pobreza y de extrema pobreza. Además, no era difícil compatibilizar esa política social con una política de inversiones productivas y en infraestructura.
Pero, como bien sabe Venezuela, los momentos en que los vientos soplan favorablemente para un país, no duran eternamente. Las exportaciones brasileñas, encabezadas por las ventas internacionales de soya, bajaron levemente en el año 2012 y volvieron a bajar, en un monto modesto, en el año 2013, alcanzando en este último año la cifra de 242 mil millones de dólares. No se trata de una caída violenta, pero es un claro indicio de que no se puede seguir creciendo en la misma forma en que se venía creciendo en los años anteriores. Es altamente posible que en el 2015 los precios internacionales de la soya bajen en forma significativa, con grave impacto sobre las cuentas externas de Brasil.
La inversión extranjera -la otra pata con que este país ha caminado en estos últimos años- también se bate en retirada, no por nada que Brasil haya hecho o dejado de hacer, sino por las condiciones generales del sistema financiero internacional, que ya no canaliza tantos recursos hacia los países en desarrollo.
No hay indicios de que los ingresos recibidos por Brasil en los años de vacas gordas, se hayan gastado en forma alegre e irresponsable. No se puede caer tampoco en la concepción tan usual en las prédicas de la derecha, en términos de que toda política social es una irresponsabilidad productiva, o lo que es bien parecido, que la única política social buena, es el crecimiento de la producción y del mercado. Pero lo que sí es cierto, es que hay que redefinir los elementos centrales de una estrategia de desarrollo del país –que no puede descansar eternamente en la soya y en el mercado chino- , que hay que detener la corrupción –que se come, cuando se expande y se desarrolla, no solo a las instituciones directamente afectadas, sino al alma misma del país- , que hay que buscar nuevos mercados externos para las mercancías factibles de producir por Brasil –y no depender por lo tanto en tan alta medida de las autorizaciones del Mercosur- y que hay que frenar o reducir el déficit fiscal, pues el peligro de la inflación acecha a la economía brasileña y amenaza con llevarse por delante las posibilidades de recuperación económica. No son pocos, por lo tanto, los desafíos que tiene por delante la Presidente Roussef.
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