Los tomó, como quien se apodera de un recién nacido y corrió calle abajo, dejando el sonido en una estela, que alumbraba la noche del barrio como una antorcha de duelo. Dejando resbalar presurosos sus pensamientos, los cargó calle abajo, al callejón de “Las Minas”: . Aún el tímpano de los resignados vecinos registraba el estruendo, vibraba con añejo tono la explosión, que segundos antes había recorrido, reptando por la aceras el barrio entero, adhiriéndose al muro de las agrietadas casas, como un brumoso hollín, deteniéndose en las esquinas, hasta impregnar de verdes presagios la calurosa noche. El disparo (porque me cuentan que fue sólo uno) surgió repentino. Con su aciaga carga, el proyectil viajó de prisa, surcando con rabia indolente el trayecto que lo separaba de aquella carne inexperta, que lo alojó sorprendida. Se hundió sin tregua la bala, desmenuzando las fibras, apagando la llama del cuerpo con otra llama. El cuerpo convulsionado comenzó a girar, abandonado al amargor, hasta doblarse con manos transidas de espanto, pulsando las últimas cuerdas de vida en un invisible clavicordio. Emitió el hombre un suspiro corto, silbante, se desplomó como si fuese un guijarro, que se proyecta sobre un estanque.
Antes que la sangre pudiera mancillar su trofeo, logró asirlos con fuerza, desanudando diestramente las trenzas que, los aprisionaban contra los moribundos pies. Miró de reojo al hombre que comenzaba a enfriarse con la noche. La rígida cara le devolvió la mirada con idéntico desprecio. Ya la luna estaba aplastando al cerro, y arrancaba destellos a los “deportivos”, cuando decidió correr calle abajo.
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