-IV-
Como hemos visto la lógica de la equivalencia implica la simplificación del campo de la política y, la de la diferencia, es la que promueve su expansión y su creciente complejidad. Desde luego, estamos hablando de «tipos ideales», de herramientas teóricas a través de las cuales nos aproximamos e interpretamos la realidad.
Las situaciones históricas donde predomina la lógica de la diferencia, son aquellas caracterizadas por la irrupción de múltiples singularidades, antagonismos y luchas de tono democrático. Es precisamente esta diversidad la que obstaculiza o dificultad la posibilidad de que estas demandas entren en equivalencia unas con otras, impidiendo así, la escisión del ámbito de la política en polos antagónicos. El petro racionalismo político, tal como se ha señalado, se constituyó en el horizonte discursivo al cual se articularon los significantes que alimentaron las distintas versiones de modernidad que se instrumentaron a lo largo de la historia del país. Desde luego, el nuevo relato democrático que se inicia en el año 1958, se engranará a este horizonte y sus tres grandes mitemas continuarán proporcionando las reglas de significación que servirán de asiento a los nuevos discursos políticos que caracterizarán a esta nueva democracia pactada. En este sentido, aún en la actualidad, la política se desenvuelve en el marco de los límites que definen a este dispositivo simbólico. La apreciación, común hoy en día, del momento actual como «crisis», tal vez corresponda al agotamiento de este dispositivo y a la puja de un nuevo sujeto político que no termina de nacer. Sobre esta elaboración hipotética insistiremos mas adelante.
Los acuerdos y el respeto por las diferencias políticas constituyeron los rasgos significativos sobre los cuales se inició la construcción de esta nueva modernidad democrática. Desde luego, esta eclosión de las «diferencias», por así decirlo, no opero tan sólo en el ámbito de la política.
Una cierta «visibilidad» de los particularismos culturales, insinuados a partir de la tercera década de siglo pasado, se acentuaran a todo lo largo de la segunda mitad del siglo XX. El crecimiento de las ciudades y la integración territorial estará acompañado por un cierto reconocimiento de las diversas particularidades culturales que conforman lo nacional. Lo maracucho, lo llanero, lo andino lo oriental, etc., balbucearan sus propias claves identitarias y, si se quiere, «resistirán» en el plano cultural, el ímpetu homogenizador de esta nueva modernidad propulsada agresivamente por el petro estado venezolano.
El lapso que marca la firma del Pacto de Punto Fijo en 1958 y la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez (1973-78) (13) estuvo caracterizado por el juego armonioso de las diferencias políticas. Sin embargo, el despliegue de esta lógica de la diferencia se llevó a cabo, como ha sido señalado, en el marco de un petro racionalismo de corte bonapartista (14). Al respecto, vale la pena traer a colación el concepto de sujeto político que predominó en los discursos políticos de la época. El destinatario de la invocación política no era el pueblo en abstracto, antes por el contrario, en palabras de Rómulo Betancourt «.el pueblo en abstracto no existe…. el pueblo son los partidos políticos, los sindicatos, los sectores económicos organizados, los gremios profesionales y universitarios.» (15). Esta lógica además de estimular el libre juego de estas diferencias, definió la lucha política en término de la captura por parte de estos sujetos colectivos de proporciones de la renta petrolera propiedad del Estado Venezolano.
(13) Esta periodización es arbitraria. Desde luego en los gobiernos presididos por los doctores Luis Herrera Campíns, Jaime Lucinchi, Rafael Caldera y el mismo Carlos Andrés Pérez, la actividad política se organizo en el marco de la lógica de la diferencia. Sin embargo, me interesa subrayar que este dispositivo simbólico alcanzo su plenitud e inicio su obsolescencia durante el ejercicio gubernamental de Carlos Andrés Pérez I.
(14) En esta sección utilizamos el concepto de petro racionalismo bonapartista con la intención de subrayar el carácter dependiente de vastos sectores de la sociedad de los ingresos petroleros y de las políticas asistencialistas diseñadas por el Estado Venezolano. Véase: Coronil, Eop. cit.
(15) Véase: Urbaneja, Diego (1995) Pueblo y Petróleo en la Política Venezolana del Siglo XX. Monte Avila Editores Latinoamericana.
A partir del primer gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez (1973-78) se acentuaran los trazos definitorios de esta cultura estatal de sesgo bonapartista. Parece apropiado apuntar que estos rasgos -colectivismo, igualitarismo, asistencialismo, autoritarismo, populismo etc, han caracterizado, por un lado, la conducta de los entes públicos del Estado Venezolano hasta el día de hoy y, por el otro, han dificultado la articulación armoniosa de la dimensiones culturales y políticas en el país. Vale la pena enfatizar este punto. Este racionalismo bonapartista no logró «conversar» armoniosamente con la pluralidad de «voces» que conformaban nuestro tramado cultural o mundo de los apegos primordiales. Si bien es cierto, que existió una mayor visibilidad de los vectores culturales constitutivo de nuestra tradicionalidad, no es menos cierto, que este rentismo bonapartista tendió a concebir a esta condición como algo fundamentalmente negativo, o expresado en forma benevolente, como algo anacrónico y digno de desaparecer tan pronto como sea posible. Detengámonos brevemente y exploremos este aspecto.
Existen un conjunto de estudios que intentan explicar en términos valorativos nuestra dificultad para construir una verdadera democracia. En este sentido, se afirma que nuestra cultura enfatiza una visión colectivista y redistributiva que privilegia elementos valorativos de solidaridad e igualdad que tiende a liberar al individuo de la necesidad de elegir y competir, y lo lleva a acogerse a la protección de otra voluntad. (Keller, A. 1991; Romero, M. T. 1998). De acuerdo a esta particular visión, estos rasgos culturales explicarían la persistencia histórica en el país de sistemas políticos presidencialistas, autoritarios y centralistas.
Me parece que explicaciones de esta naturaleza tienden a colocar la carreta delante de los bueyes.
En otras palabras, estos rasgos de sesgo colectivista e igualitario, no son emblemáticos de la diversidad presente en nuestras tradiciones culturales. Muy por el contrario, este esquema valorativo es consustancial con la matriz racionalista que ha predominado en la formulación y aplicación de las políticas públicas en el país. De hecho, han sido estas políticas las que han obliterado estas particularidades culturales y su fracaso puede ser atribuido al hecho de no haber tomado nota de la diversidad y singularidad de estas tradiciones culturales.
Finalmente y para concluir esta breve digresión, podríamos afirmar, parafraseado al antropólogo francés Claude Levi Struss, que las creencias (por supuesto, se entiende este término en clave antropológica) proporcionan los contenidos sustantivos a ser defendidos por la dimensión política de la libertad.16 Precisamente, ha sido la ausencia de esta complementariedad, lo que a mi juicio ayuda a explicar la fragilidad de las experiencias políticas democráticas en el país y el restringido concepto de libertad que informa a las políticas públicas diseñadas en el marco de esta versión bonapartista del petro racionalismo estatal.
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(*) Universidad de Carabobo,
Centro de Estudios de las Américas
y el Caribe (CELAC)