El Festín de la Miseria

La anciana, cerrada de un negro barato descorre sus penas frente a las dos urnas. La humilde vivienda es un horno de reverbero, aún en la noche. Un aire caliente y amargo invade la sala con su gangosa lentitud, sofocando en angustias a la gente que la rodea. Llega un vecino y el llanto se eleva de nuevo, como un canto de chechenas enloquecidas, apartando cuerpos, disolviendo las almas. Los brazos se juntan y separan en un gravoso carnaval de lamentos. El rumor campesino de un perro se oye a lo lejos, mientras la noche se viene encima, escoltada por unos luceros desganados y monótonos.

Juanita, desde sus arrugas tristes ve como se marchitan sus anhelos de otra vida. Sus nietos, reposan en el sopor patético que da la muerte a sus aprendices. Sus rostros la observan desde los portarretratos, que reposan sobre los ataúdes. La luz descolorida de las velas, apenas le abrasan el rostro, escamándola por dentro. El dolor la pulsa como a un viejo clavicordio, la devuelve impíamente a la realidad de la que inútilmente se evade a ratos, cuando después del pésame entabla una que otra conversación, absurdamente trivial con los amigos. No hay momento para los usuales chistes de velorio, parece que estos muertos rompiesen ese transido esquema del barrio, parece que estos muertos doliesen más que otros muertos.

El velorio se aviva y decae, como si la atravesase a ratos una larga sucesión de almas en pena. La anciana se resiste al desmayo redentor.

Sobre aquel triste suelo de tierra, se hallan dos urnas, la de la derecha es la de Juan Luis, el nieto mayor, muerto cuando en compañía de otros soldados del batallón insurgente tomaba la Casa del Presidente. Pedro, el menor, ocupa el ataúd de la izquierda. Acribillado cuando defendía el Palacio de gobierno.

Mientras tanto, la miseria observa, más parecida a la muerte que ésta misma. Los otea burlona, desde la desierta y fría madrugada.

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