El hipertrofiado cooperativismo venezolano

La reciente divulgación de un estudio realizado por el Centro de Asesoría Técnica para la Productividad Organizacional (Ceatpro), en el cual se determina que 50% de las cooperativas constituidas recientemente podría haber cesado sus operaciones, parece darle la razón al superintendente de cooperativas, Carlos Molina, cuando en mayo de este año emitió una carta pública dirigida a las instituciones del Estado venezolano y al sector cooperativista, solicitando su colaboración en la fiscalización de la política estadal de financiamiento del sector.

Y es que ya para entonces las fallas de fiscalización se notaban en una proporción cercana al escándalo: de 108 mil cooperativas registradas en la Superintendencia Nacional de Cooperativas (Sunacoop) a febrero de este año, sólo 500 habían recibido certificado de cumplimiento. Este es un requisito de ley para optar a los beneficios que el Estado dispuso para promover esta forma de asociación, pilar de la llamada economía social y el hecho de que exista tan elevado número de cooperativas recibiendo financiamiento a través de fondos públicos sin este certificado es una irregularidad que pone en peligro la continuidad de este proceso.

Los recursos públicos disponibles para financiar la economía social son abundantes y de diversa procedencia. De allí que si no se cuenta con eficientes mecanismos de seguimiento de la inversión pública en el sector de las cooperativas, no sólo se estarían echando en saco roto los dineros públicos –con las implicaciones delictivas que esto tiene– sino quitándole además a la economía social la posibilidad de ser sostenible en el tiempo, que es una de las características del desarrollo endógeno en cuanto a modelo de crecimiento nacional.

Según lo establece la providencia administrativa 035-05 de la Sunacoop, el Certificado de Cumplimiento es un documento emitido por esa instancia, el cual avala que la cooperativa solicitante “actúa moral y jurídicamente de conformidad con los principios y valores del cooperativismo”.

El superintendente nacional de cooperativas, Carlos Molina, explica que esta certificación permite velar porque la cooperativa no esté siendo utilizada como instrumento de flexibilización y explotación laboral. “Hay mucha gente que conforma una cooperativa, de cinco o más miembros, y luego subcontratan a terceros que son quienes hacen el trabajo a los asociados. Eso no es cooperativismo, eso es lucro y aprovechamiento de las necesidades del otro”. De igual manera, la emisión del certificado posibilita “verificar la distribución de los excedentes con criterios de equidad, de solidaridad, y que no se esté utilizando la cooperativa como un instrumento de evasión de impuestos y para engañar al Estado y a la sociedad”.

Ser o no ser endógeno. Pero, ¿a qué se debe que la mitad de las cooperativas ya no estén en operación? Según, por una parte, a la concepción de Estado de impulsar a las cooperativas como un modelo económico y no como una opción de desarrollo, y por la otra a la escasa capacitación que reciben los emprendedores de este tipo de iniciativas.

Lo primero parece tener su origen en la traducción, a los fines del “proceso” del concepto de desarrollo endógeno, que entendió cooperación –entendida como acuerdo entre actores económicos diversos para cesar la competencia– como cooperativismo. Se pensó en construir un tejido empresarial a partir de la constitución de este tipo de organizaciones, que son educativas con un componente económico que les da sustentabilidad en el tiempo, más que unidades productivas con componente educativo: el cambio de enfoque tiene importantes implicaciones para la planificación del crecimiento de este sector como objeto de una política pública, pues no es lo mismo planificar unidades educativas, cuya rentabilidad es primordialmente social, que unidades productivas, evaluables con criterios administrativos de productividad y rentabilidad.

El problema de la falta de planificación se evidencia en algunas peculiaridades de la concentración demográfica de las cooperativas. Según cifras oficiales de la Sunacoop, el sector cooperativo creció 469%, pasando de 33 cooperativas que se registraron en 1999, a 108 mil en febrero de este año.
Este crecimiento, en opinión de Molina, no ha obedecido a otra cosa que a la necesidad de dar empleo. Promovidas principalmente por gobernaciones y alcaldías.

El 52% de las cooperativas registradas se dedican al comercio y a la prestación de servicios (peluquería, limpieza) mientras que 31,68% se dedica a la producción (calzado, confección textil); 10,1% al transporte; 3,4% a protección social; 1,6% a vivienda, y 0,57% a ahorro y crédito. Hay desproporción de la cantidad de prestadoras de servicios, lo cual se aparta de un lineamiento básico del desarrollo endógeno, que es el fortalecer la producción local (agrícola o industrial) de mediano y largo plazo, antes que el comercio, la prestación de servicios o la realización de oficios. Asimismo, hay un gran volumen de cooperativas “no ubicadas” que pueden dedicarse a varias cosas según su razón social, en diferentes lugares del país.

Tampoco ha habido criterio de desconcentración: 80% de las cooperativas se ubica en los estados de la región centro norte costera, donde también existe la mayor densidad poblacional. El Distrito Capital destaca con un significativo número de organizaciones (7.521); Guarico con 4.445 cooperativas de producción; Miranda con 1.185 cooperativas de transporte, concentradas principalmente en las regiones de Barlovento y Valles del Tuy. “En eso tienen responsabilidad todos los actores de la institucionalidad pública, como por ejemplo gobernaciones y alcaldías. Ellas tienen que comenzar a promover también actividades productivas, porque todavía hay una necesidad de incorporar a los puestos de trabajo a la gente que está desocupada y lo más expedito que se consigue es el sector servicios. El Ejecutivo Nacional tiene propuestas que apuntan hacia diversificar la economía, pero esos lineamientos de política tienen que ser acatados por las alcaldías, gobernaciones y demás instituciones del Estado”, advierte Molina.

Asimismo, hay demasiadas cooperativas de base: 81,25% de ellas se constituyeron con cinco y hasta 10 asociados. La mayoría de ellas se dedican a la prestación de servicios y, al no tener certificado de cumplimiento, ni estar sometidas a la fiscalización pública correspondiente, se ofrecen como el caldo de cultivo perfecto para que las desviaciones se presenten y surjan las “cooperativas de maletín”; ¿acaso ese 50% detectado por el estudio de Ceatpro? La fiscalización quizá podría esclarecerlo.

Otra explicación a esta desproporción hacia el ramo servicios se debe a la falta de una adecuada capacitación. El superintendente señala que la necesidad detectada ha dado pie a concebir la función de fiscalización como un hecho pedagógico y que se diseñe un plan nacional de educación cooperativa con varios componentes. “Uno que tiene que ver con la dimensión técnico gerencial de las cooperativas, darles herramientas de planificación, de gestión, de elaboración de proyectos productivos, y otro con una dimensión mucho más conceptual, valorativa y doctrinaria, sobre la construcción de las asociaciones”. Lo que confirma las suposiciones de Páez.

¿Independientes con dinero del Fisco? Los principios del cooperativismo, cuya última modificación fue hecha por la Alianza Cooperativista Internacional en 1995, son los siguientes: “Adhesión libre y voluntaria; control democrático de los miembros; participación económica de los socios; autonomía e independencia de las cooperativas; educación, formación e información; cooperación entre cooperativas e interés por la comunidad”.

El superintendente puntualiza en su libro Cooperativas: principios, valores, organización y manejo (Panapo editores, 2004), que “no es una auténtica cooperativa aquella en la que el capital suyo no es constituido por los socios, sino que es una donación o regalo del Estado o de un empresario magnánimo. Los miembros de una cooperativa deben hacer algún aporte económico, aunque sea modesto. Ello sin perjuicio, desde luego, que aún desde su mismo inicio pueda la cooperativa ser beneficiada con algún préstamo de un ente público o privado”.

Vale entonces preguntarse: ¿a título de qué están recibiendo los cooperativistas el financiamiento público? ¿Como capital semilla? ¿Como crédito? ¿Como subsidio? ¿Como erogación graciosa? Es difícil de precisar, justamente, por la falta de fiscalización.

La respuesta a estas preguntas entraña una solución –a ratos ética, a ratos política– al problema de legitimidad que se desprende de cotejar los principios universales del cooperativismo con el desarrollo de la política pública. Hay posiciones que defienden el financiamiento en el marco de la “democracia participativa y protagónica” y otras que se ciñen a la posible pérdida de independencia con la recepción de estos fondos. Adicionalmente, otros matizan la cuestión señalando que “si la inversión es a fondo perdido, se puede tomar como una donación”, y aquellos que, por el contrario, apuestan al olvido del capital semilla –dado, no prestado, por el Estado– y plantean el esquema como crédito, como un escudo de independencia de estas asociaciones.

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