Como la suave brisa sobre el desierto, el encuentro con el Nazareno –aunque embriagador- fue borrándose poco a poco de la mente de Simón, como suele suceder con los hombres que viven y luchan en ese rastro borroso de los días, endureciendo su corazón. Esa sensación divina fue dando paso a las costumbres de siempre, al deambular de trabajo en trabajo, de luna a luna, como sí atravesase una bronca noche de diminutos luceros. Tanta rutina fue interrumpida por unos bellos ojos color avellana. Joram, una muchacha de Magdala, que vendía púrpura en las apretadas calles, atrapó sin más el andariego afecto de Simón, no pasó mucho tiempo para que se diesen en matrimonio. A la vuelta de un año, la unión fue bendecida con una hermosa niña, a la que pusieron el nombre de Lidia, que en arameo significa “traída por el viento”.
Desde muy pequeña, Lidia no sólo fue la dicha de sus padres, sino la alegría, de toda la humilde región por ellos habitada. Simón, desde su taller de herrería, al caer la tarde como una letanía de fiebre, la observaba correr atormentando a las lagartijas y a las ovejas, para luego regresar entre la risa de la travesura y el llanto de los raspones, que poblaban sus ágiles y breves piernas. La vida de Simón, Joram y Lidia, fue transcurriendo sin prisa, entre los sobresaltos cotidianos, hasta que un día la niña, que ya contaba casi siete años, cayó presa de una extraña y quemante fiebre.
En vano, sus padres procuraron remedios y oraciones para la pequeña, quien se iba sumiendo en un espeso sueño. Por la humilde casa de Simón, desfilaron curanderos, magos, religiosos y hasta un médico griego, que se encontraba de paso recorriendo Palestina. Ninguno pudo sanar a Lidia, quien comenzaba a despegarse de la vida lentamente. Simón, en su pena ofreció sacrificios y penitencias, se postró llorando y gimiendo con desesperación, pero nada mejoraba el estado de la niña. Una noche, en la que el sueño maniató a Simón y, lo condujo lejos de su tribulación, vio a un ser extraordinariamente brillante, que le miraba desde una nube rojiza, a lo lejos podía ver las aguas del Tibiríades y, sentir la caricia de la brisa. Lo fragmentario del diálogo, se le hizo claro a la mañana siguiente. Al referirle el sueño a Joram: Me dijo que le llevara la niña a mi madre. Llévala a Cirene…. Mucho esfuerzo costó, a Simón y a Joram armar el largo y penoso viaje de Lidia. La niña en su debilidad y delirio le partía el corazón a esos padres, que se jugaban su última carta. Tras dos semanas de gravosa travesía, estuvieron en Naim, a una jornada de Cirene. La salud de lidia decaía por instantes. Esa Noche Joram, oró como nuca lo había hecho, sus plegarias se elevaron como las estrellas del cielo de Galilea. Al amanecer, reanudaron la marcha, temiendo lo peor, pero con una remota esperanza palpitándole en las pupilas, que querían comerse de pura ansiedad las leguas que faltaban.
Simón, además de la tristeza que lo aguijoneaba, le embargaba la melancolía. ¡Tantos años sin ver, ni saber de sus padres ¡Justo a la tarde llegaron a la pequeña vivienda, ó al menos a la que él recordaba como su casa. Hubo un enorme silencio, después de que Simón golpeó la puerta con sus dolidos nervios.
Al abrirse esta pudieron ver a una anciana, de sonrisa franca y amor en los ojos, que les dijo a viva voz: “Al fin llegaron tal como dijo el ángel del Señor”. En ese instante, todo fue confusión de emociones y sentires. Cuando retornó la calma, la fiebre de Lidia había abandonado su cuerpo. Grande fue la alegría en la casa, y muchas las expresiones de agradecimiento a Dios. Para Ruth, éste era otro de los prodigios y bendiciones que, Jesús de Nazaret estaba esparciendo al viento de Galilea y, a todos los vientos. Esa noche, por vez primera cenaron juntos, y dedicaron sus alabanzas a ese niño que nació la noche en la que Simón fue concebido.
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