Los convenios comerciales firmados por Chile con Europa y con Estados Unidos, por poner los ejemplos más notorios, pretendían generar – y efectivamente generaron – un incremento en las exportaciones primarias o con bajo nivel de manufacturación que el país estaba en condiciones de exportar, es decir, cobre, salmón, frutas, vinos, madera, papel, celulosa, etc. Si ese era el objetivo, ese objetivo se logró. Efectivamente se potenciaron dichas exportaciones. La capacidad de exportar productos manufacturados a esos países altamente desarrollados, era muy escasa, pues el nivel de productividad y tecnologización que el país exhibe en esos productos no nos colocaba, en condiciones competitivas con lo que producen aquellos socios comerciales.
Los convenios comerciales potencian la productividad y la exportación que aquellos productos en los cuales se tienen ventajas competitivas en un momento determinado. Ese es el efecto en el corto plazo. A futuro, esa lógica comercial lleva a que se acreciente más aun la capacidad productiva, exportadora y competitiva de esos productos primarios con poco o ningún grado de manufacturación. Y como los convenios comerciales llevan aparejados la obligación de mantener abiertas nuestras fronteras económicas a la producción manufacturera provenientes de aquellos países altamente desarrollados, la capacidad interna de producir esos mismos productos, u otros de la misma especie, se hace cada vez más difícil.
En otras palabras, los convenios comerciales, tal como ellos se firman hoy en día, acrecientan, consolidan y eternizan nuestro carácter primario exportador y nuestro rol de importadores de productos de mayor grado de manufacturación y/o de tecnologización. Ese es y era el modelo. Eso se sabe y se sabía. Eso no es, ni era, ninguna sorpresa para nadie. Se obtenían por esa vía ventajas comerciales en el corto plazo, pues aumentaban las exportaciones, lo cual es indudablemente positivo para el país. Pero se inhibía el desarrollo de los bienes y servicios de mayor complejidad tecnológica que son los de mayor dinamismo en la economía mundial. Se optaba por lo más conocido y seguro, y no por lo incierto. Se optaba por la visión de corto plazo y no por los riesgos y desafíos del largo plazo.
¿Era necesario firmar eso convenios comerciales en las décadas pasadas? ¿Era necesario incrementar las exportaciones’? ¿Era necesario buscar por esa vía un mayor crecimiento económico del país? ¿Era posible en esos años emprender un proceso de desarrollo distinto? ¿Había fuerza y voluntad como para incursionar en esos años en caminos de desarrollo más inciertos y difíciles? Sobre esos tópicos se puede discutir hasta la consumación de los siglos, y es dudoso – y posiblemente no necesario – que lleguemos a ponernos de acuerdo.
Un aspecto importante de todo este asunto es que cuando se potencia el sector primario exportador no solo se potencian bienes de una cierta naturaleza, sino que se potencia, al mismo tiempo, el poder económico, político y social de los correspondientes propietarios o gestores de dichas actividades. Es decir, se consolidan las estructuras de poder dentro de la sociedad chilena.
Pero hoy en día estamos en una coyuntura nacional, e internacional diferente. Por un lado, estamos insertos en un proceso constituyente en que toda la ciudadanía va a decidir que quiere para el futuro de Chile. Puede decidir que hay que seguir por la misma senda que ya veníamos transitando, y que aquí no ha pasado nada. Es una opción posible y lícita. También puede decidir buscar caminos y metas distintos y tratar de generar un desarrollo nacional menos primario exportador y más cercano a los sectores de mayor manufacturación y tecnologización. Puede optar por un estado tan fuerte o tan débil como el actual, o tratar de que el estado asuma responsabilidades impulsoras y promotoras en los procesos de desarrollo manufacturero y tecnológico del país. Internacionalmente, también se aprecian cambios. El período de dominio irrestricto del libre cambio está dejando espacios para políticas más proteccionistas, nacionalistas y desarrollistas, que generen una mayor independencia económica y una mayor seguridad alimentaria y sanitaria. Esas opciones tienen que quedar abiertas, como opciones reales, para la Convención Constituyente. Aprobar el TPP11 ahora, en medio de este proceso de cambios constitucionales y legales, es rayar la cancha con anterioridad, pues los tratados internacionales no se entrarán a discutir en dicha Convención, sino que pasarán directamente a ser parte del ordenamiento jurídico nacional. Se profundizarían y se consolidarían por esa vía las cosas tal como se venían haciendo, con todas sus consecuencias económicas y políticas. Se rechazaría, por secretaría, la opción del cambio, sin que el muy soberano órgano constituyente tenga posteriormente ningún derecho a pataleo. —