En Venezuela están controlados los precios de una gran cantidad de los bienes que son producidos dentro del territorio nacional, ya sea en el sector agrícola o en el manufacturero. Al decidir sobre los precios, los funcionarios encargados de esa complicada función, deciden también sobre las tasas de ganancia que recibe cada productor. Como los que tienen costos más elevados tienen que vender al mismo precio que los que tienen costos más bajos, unos obtienen tasas de ganancia más elevadas que otros. Es decir, las ganancias no se deciden en el mercado, sino en las oficinas de los funcionarios correspondientes. Si hacemos caso, no solo a los economistas sino y al mismísimo sentido común, la perspectiva de ganancias y el monto de las mismas es una de las motivaciones fundamentales que tienen los individuos para meterse en la actividad económica. Al decidir sobre precios y ganancias se decide, por lo tanto, sobre las posibilidades mismas de llevar adelante procesos productivos.
A eso hay que agregar que el Gobierno tiene control sobre las tasas de interés, tanto por la vía de las atribuciones del Banco Central de Venezuela, como por la vía del control de gruesa parte de las instituciones bancarias y crediticias del país, con lo cual tiene control de los montos y de los precios del crédito bancario. A lo anterior hay que sumar, que el Gobierno fija periódicamente los niveles de los salarios mínimos y con ello, los niveles de muchos salarios que, sin estar en el nivel mínimo, se ajustan en función de este último. También, al actuar como empleador de varios millones de venezolanos, fija salarios de referencia que condicionan la escala de salarios del conjunto del país. En síntesis, están controlados los precios de dos insumos fundamentales: el crédito bancario y la fuerza de trabajo, además de los precios de los insumos y materias primas de origen nacional. Pero como el Gobierno tiene controlado el acceso a las divisas -y el precio a las cuales se accede a ellas- entonces podemos decir que todos los insumos importados –así como también todos los productos de consumo final de origen importados– tiene también controlado el precio y el monto que de ellos se puede importar. Más aun, de hecho, una parte importante y creciente de las importaciones, son realizadas directamente por el Gobierno.
A todo lo anterior se suma que, el mover los productos de un punto a otro del territorio nacional, es también una cosa que está sometida a fuertes controles: hay que pedir permiso para la movilización de mercancías e informar al Estados del monto y del destino de las mismas.
Si quien genera ciertos productos dentro del país es un inversionista extranjero – además de ver controlada su tasa de ganancia, sus precios, el costo del crédito, el costo de la mano de obra, y la libertad de mover sus mercancías hacia uno u otro de los mercados locales– tiene que pedir permiso y esperar durante meses o años para poder remesar a la casa matriz las ganancias legítimamente obtenidas en el territorio nacional.
Toda esta red de controles está supuestamente encaminada a imponerle a la economía la voluntad de los gobernantes, que inspirados supuestamente en los más altos valores humanistas, quieren impedir todos los males que el capitalismo hace recaer sobre los hombros de los trabajadores. Sin embargo, aun suponiendo que eso sea verdad –y que los gobernantes y sus amigos no actúan con ninguna intención de enriquecerse–, la verdad verdadera es que los resultados son catastróficos: la producción disminuye, tanto en las empresas públicas como en las privadas, los precios suben, los productos, tanto de origen nacional como extranjeros, escasean cada vez más, y los consumidores deben hacer largas colas para comprar artículos que antes eran de fácil acceso. Además, de ello, el mercado negro florece en artículos, cuya cadena de producción y comercialización está dominada tanto por el Estado, como por los agentes económicos privados.
Frente a ello, hay al menos dos actitudes posibles. Una, es asumir que los controles tienen que extenderse y profundizarse, pues todavía no se controla todo lo controlable. Hay que caminar hacia un modelo en que el Gobierno controle la propiedad de los todos factores de producción, la forma en qué se usan, los niveles de producción, los montos de importaciones, los precios de cada bien, las ganancias de cada empresa, la forma en que éstas se usan, la distribución de los ingresos, y los canales de comercialización. Se postula en este esquema, que la economía funciona mal no por culpa de las decisiones gubernamentales ni por el asfixiante grado de control, sino por la guerra económica que llevan adelante los sectores que todavía dominan aquellos pocos espacios que el Estado no ha podido controlar. La solución, por lo tanto es más control, lo cual se asume como elemento esencial del modelo político y económico que se aspira instaurar.
La otra alternativa es, reconocer que el intento de controlarlo todo genera ineficiencia y corrupción y que la solución es caminar en un sentido presidido por una menor cantidad de controles. Sin caer en el dogmatismo de los neoliberales – que pretenden someter todas las decisiones a las no tan ciegas fuerzas del mercado- hay que reconocer que hay que controlar solo lo imprescindible –como lo hacen la mayoría de los países exitosos del planeta- y que hay que dejar que los agentes económicos tengan elevados grados de libertad, para decidir sobre producción precios, salarios, ganancias y canales de comercialización, dentro de normas conocidas, impersonales y permanentes. Eso es lo que significa, en última instancia, el cambio del modelo.
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