Mamá Petra (Parte 4 de 5)

IV

Para aceptar sin reservas que él tenía un valor, y para sentirse conectado a sus congéneres de modo que no se sintiera solo y aislado nunca más, bastaba, según el psiquiatra, que para alguien, durante su temprana niñez, él hubiese sido importante: si uno es valorado por tiempo suficiente aunque sea por sólo una persona durante esos primeros años, uno aprende a sentirse valorado por el mundo. Si temprano en la vida uno tiene un vínculo de amor con otro ser humano, uno establece un vínculo con el mundo a través de ese amor.

Juan había sido muy importante para Mamá Petra, pero el nexo afectivo entre ellos tenía que ser inexpresado, casi un secreto. A Mamá Petra la habrían corrido de casa si se hubiese opuesto a que el padre sacara al bebé del chichorro por las noches, para golpearlo y hacerlo callar. Y que el niño la amara abiertamente habría sido, para su madre que la odiaba, una trasgresión punible. Era necesario que entrara al mundo de su temprana niñez, ahora sepultada en los misteriosos parajes de su inconsciente, y se pusiera en contacto emocional con el amor y soporte que ella le daba entonces. Con todo, era imposible que Mamá Petra y él no hubiesen pasado tiempos juntos, sin la presencia de sus padres, con libertad para expresar amor y soporte sin temores y sin restricciones.

Desde que empezó a comprenderlas, sus crisis iniciaron el declive. La que selló su fin sacó a Juan, definitivamente, de las sombras que habían acechado su vida.

V

Era, de nuevo, un niño rondando los nueve años, azotado por las gotas frías que perforaban su vestimenta, en la colina en las afueras de aquel pueblo de hermosas casas coloniales, con sus tejas conduciendo las aguas hasta las canales debajo de los aleros. El frío y el terror hacían temblar su cuerpo infantil, mientras los habitantes del pueblo ascendían la colina, con su padre al frente, y todos con zapatos negros puntiagudos especiales para dar puntapiés. Cuando su padre ya estaba cerca, con el rostro contorsionado por la ira y el desprecio, algo inesperado sucedió: se oyó el sonido inconfundible de un látigo que cortaba el aire a gran velocidad. Su punta, cargada con un poder demoledor, dio sobre el pecho de su padre con toda precisión. Con una expresión de sorpresa y asombro en el rostro, el corpulento cuerpo cayó derribado al suelo lodoso. Cuando Juan miró hacia atrás buscando comprender lo sucedido, Mamá Petra, látigo en mano, miraba al hombre con indignación. Él se pone en pie con dificultad y, acaso por su costumbre de creerla nadie, avanza amenazante hacia ella. Un segundo latigazo lo derriba de nuevo, mientras la muchedumbre huye despavorida como si estuviese en presencia de un fantasma. El hombre, ahora con una expresión de pánico, intenta emprender la retirada, pero una orden tajante de Mamá Petra de detener la huída lo para en seco. Ella le ordena ponerse en cuatro patas, como un animal, y él obedece, y luego, con otro latigazo, le ordena huir arrastrándose en esa posición. En ese instante, como si lo iluminase la luz de un relámpago, el niño comprendió lo que jamás habría pensado que comprendería: ¡su padre no era un Dios a quien pertenecía como un perro, ni tenía derecho a matarlo si lo deseaba; podía destrozarlo como lo destrozaría un animal, pero por bruto y por salvaje, nunca por tener derecho a hacerlo!

Cuando lo vio desaparecer allá abajo detrás de un recodo de un camino, arrastrándose como un animal, Mamá Petra toma la mano de Juan, y el tiempo empieza a correr hacia atrás, hasta una tardecita amarillenta y serena, cuando él tenía cinco años, en que ella lo había llevado a una casa, en las afueras de su población de entonces, donde vivía una familia campesina por la que ella sentía un afecto especial.  (CONTINUARÁ)

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