La alianza social que le dio estabilidad a Venezuela durante las décadas del 60 y del 70 del siglo pasado se sustentaba en un proyecto de industrialización sustitutiva que propiciaba un tipo particular de desarrollo industrial, al mismo tiempo que fomentaba el desarrollo de masas laborales sindicalizables y con fuerte representación política. Los proyectos e intereses de los sectores laboral y empresarial no eran exactamente los mismos, pero se necesitaban mutuamente y podían coexistir con grados mínimos de conflicto. En todo caso, el conflicto potencial era arbitrado por un estado poseedor y administrador de la riqueza petrolera, lo cual permitía una gran capacidad de zanjar la conflictividad sin que la sangre llegara al rio.
Ese proyecto perdió viabilidad a lo largo de la década del 80, en la medida en que la industrialización sustitutiva – que había presidido exitosamente el desarrollo de Venezuela durante un par de décadas por lo menos – ya llegaba a una situación caracterizada por la incapacidad de dinamizar el crecimiento del país. Al mismo tiempo, el estado tenía comprometida por la vía del endeudamiento externo gruesa parte de la renta petrolera, y no solo perdía la capacidad de mediación, sino que el estado se deslegitimaba como generador de justicia y de bienestar social, al mismo tiempo que la educación y el trabajo perdían vigencia como mecanismo de ascenso social.
Si nos saltamos 35 o 40 años – y analizamos la situación presente – no es difícil llegar a la conclusión de que la viabilidad política de Venezuela a mediano y a largo plazo depende de que se logre establecer y consolidar un nuevo pacto social. Pero ese necesario pacto social no puede tener como columna central la industrialización sustitutiva que imperó en el siglo pasado. Tampoco puede tener como elemento cohesionador el mero antagonismo al régimen político y económico actual. Esos elementos no aseguran una estabilidad a largo plazo.
La idea fuerza que a mi juicio debe presidir una nueva alianza social y política es el desarrollo de capacidad exportadora por parte de Venezuela. En otras palabras, eso significa potenciar la modernización y el incremento de la capacidad competitiva del país.
La creación de mercado externo tiene que jugar el papel que antaño jugó la creación de mercado interno por la vía de la industrialización sustitutiva. El incremento correspondiente de la producción tiene que generar no solo demanda de mano de obra, sino que tiene que utilizar una mano de obra con altos niveles de capacitación y de productividad, que es la única base sobre la cual pueden descansar salarios más altos que los 6 dólares en que hoy en día se encuentra el salario mínimo.
El incremento de las exportaciones permitiría, además, generar dólares, rompiendo así la alta dependencia que ello tiene hoy en día con respecto a la industria petrolera. Aun cuando se quisiera, la industria petrolera no podrá seguir sirviendo de apoyo a una industria manufacturera sin capacidad de exportar, por la sencilla razón de que ya se encuentra en ruinas y lo seguirá estando en el futuro cercano. La creación de capacidad exportadora, y la búsqueda de los mercados correspondientes, se debe convertir en el principio rector del relacionamiento externo del país – diplomático y económico – y en la guía de toda la política económica y del proceso educativo nacional. Permitiría, también, desarrollar y utilizar a millón la capacidad creativa de nuestros técnicos, profesionales y científicos. El incremento de las exportaciones diferentes al petróleo permitiría, en síntesis, aumentar la producción, reducir costos y precios, sustituir importaciones, incrementar salarios, obtener dólares y generar una dinámica de crecimiento autosostenible.