“Todos los nombres son un sólo nombre,
todos los rostros son un sólo rostro,
todos los siglos son un sólo instante”.
Octavio Paz
El pasado 17 de mayo hubiese cumplido 88 años, pero un accidente automovilístico lo separó de la tierra perfecta, donde un caballo bien bonito comía flores y un inocente ruiseñor cantaba a la fantasía y al humor que encierra el amor . Poco es lo que puede agregarse acerca de la figura de Aquiles Nazoa, pero tal vez precisamente a que todo esta dicho sea pertinente recordar, (sólo hacerlo), la manera sencilla, pero profunda, terminante pero tierna, austera pero generosa en la que se prodigó en vida y luego de muerto, pues sus poemas y relatos, hilados con la hermosa hebra de los sueños más puros y nobles, nos siguen acompañando, y de cuando en cuando nos recuerdan que es mejor ser que tener; mejor sentir que razonar, mejor brindar una sonrisa solidaria que dar miles de admoniciones y sabios consejos; mejor maravillarnos ante el vuelo del ave, que ante la rapidez de un computador portátil.
Aquiles, ese que se asomaba a nuestros hogares, a comienzos de los setenta a través de la pantalla de dos tonos, y que nos relataba con una cándida erudición los misterios del juego de perinola, o de la rueca que hace brotar hilos de oro, o la piedra de donde salen disparadas estrellas de colores hacia los ojos más desprevenidos; era un Aquiles relativamente cercano, distinto al escritor que, por la secular costumbre del venezolano de no pasear la vista por los textos, no era para nada conocido por las mayorías. Nos lo hacían leer en un apretujado bachillerato y, entre guiños y complicidades, comenzaba a colarse como el viento entre las piedras merideñas, como el agua que baña el delta del Orinoco, con belleza y naturalidad, con fuerza y candor de alma grande.
El credo que nos dejó escrito bajo la piel de las emociones, reconforta de manera distinta al tradicional, mientras aquel nos recuerda la parte espiritual, divina, que mora en nuestros nudosos recovecos, el del poeta Nazoa evoca la esencia buena de la humanidad, ennoblece la imperfección y dulcifica los excesos; calma las severidad cruel de nuestras criticas, y nos da la felicidad de gozarnos en lo trivialmente bueno, para sí soñar con esa simplicidad perdida a lo largo de los años. Su credo ahuyenta el cinismo y la burla y nos congracia con la humildad contemplación del deleite de vivir montados en patines de metal, correteando divertidos, como niños…
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