La Concertación de Partidos por la Democracia gobernó Chile desde la caída de la dictadura de Augusto Pinochet hasta el triunfo electoral del actual Presidente Sebastián Piñera. En esos 20 años -y bajo la conducción de 4 Presidentes distintos- la Concertación tuvo la alta responsabilidad de conducir la transición a la democracia y de generar un salto adelante en desarrollo económico, al mismo tiempo que reducía los elevados niveles de pobreza que generó la política económica de la dictadura. Esas tareas las cumplió bien.
En la agitada historia de América Latina ha sucedido más de una vez que partidos o movimiento que han tenido su momento de gloria -al ser protagonistas de grandes mutaciones históricas- después han carecido de la capacidad de renovarse o de reinventarse para pasar a cumplir misiones históricas diferentes. Eso le pasó al Movimiento Nacionalista Revolucionario de Bolivia, que encabezó la revolución del 52, y que después se disolvió en medio de los avatares de la política andina. O a Acción Democrática, en Venezuela, que encabezó la transición a la democracia y la industrialización por sustitución de importaciones, y que después se consumió en la mera administración del sistema. O incluso al peronismo, de que ser un poderoso movimiento con vocación de cambio, devino en un referente cultural donde todos los colores y matices tienen su espacio. Los partidos de la transformación y del cambio, en un momento determinado, se convierten posteriormente en los meros administradores del sistema que ellos mismos han ayudado a construir. Y con ello viene su decadencia y su agotamiento. Las grandes mayorías nacionales, aun cuando agradecidas de los favores recibidos, pasan a tener nuevas reivindicaciones y aspiraciones y ya no se les convoca con el mismo discurso de la época dorada.
En Chile amenazaba suceder una cosa similar. Pero la Concertación, o los partidos que la integran, han tenido la sabiduría de renovar su programa y los límites de sus alianzas sociales y políticas, de modo de dar origen a una coalición política más amplia y a un programa de cambios que dista bastante de ser la mera administración del sistema.
En Chile las aspiraciones de cambios se concentran en algunos nudos cruciales del sistema económico y social. En primer lugar, la educación gratuita y de buena calidad a lo largo de todo el sistema educacional, problema que se puso de relieve, con particular énfasis, a raíz de las manifestaciones estudiantiles de los últimos años. En Chile la educación desde primaria hasta la universitaria tiene un buen nivel de cobertura, pero es cara, desigual y socialmente excluyente, incluso en su estrato público o estatal. Los sacrificios para costearse la educación superior comprometen a veces a una generación entera de una familia, y no siempre la educación recibida es de buena calidad, lo cual redunda en frustraciones personales y familiares y en falta de competitividad internacional del país.
Reformar la educación y volver a una educación gratuita y de buena calidad, requiere necesariamente de reformas en el sistema tributario, de modo que los mayores gastos que un cambio de esa naturaleza exige estén debidamente financiados y no se traduzcan en inflación. De allí que otro de los puntos centrales del programa de Gobierno de Michelle Bachelet sea la reforma tributaria, que permitirá captar en beneficio fiscal una parte mayor de las elevadas ganancias empresariales. Una reforma tributaria se justifica en Chile por sí misma, dado los muchos resquicios que tiene hoy en día el empresariado para tributar poco, pero el planteamiento gana adhesión ciudadana en la medida que se vincula directamente con la reforma educacional.
En la salud, sucede algo similar a lo que sucede con la educación. Es extendida, pero cara y de desigual calidad para ricos y pobres. El Programa de Michelle Bachelet no se anda en ese campo por las ramas, sino que compromete una meta clara y precisa: construir 20 nuevos hospitales a lo largo de todo Chile en el transcurso de los próximos cuatro años y graduar a 4.000 nuevos especialistas. Eso permitiría aumentar la cobertura del sistema público de salud, al mismo tiempo que se incrementa la calidad del servicio prestado.
Una cuarta columna vertebral del próximo gobierno de M. Bachelet, es la reforma del sistema de pensiones, basado actualmente en la capitalización individual y en la administración de los fondos correspondientes por parte de empresas financieras ligadas al gran capital nacional y trasnacional. El sistema de capitalización individual, en que cada persona ahorra para su propia jubilación, y en que esos fondos se canalizan hacia los grandes inversores nacionales y extranjeros por la vía de las empresas administradoras de fondos de pensiones, ha demostrado a lo largo de ya varias décadas de funcionamiento, que no asegura una vejez digna a la masa trabajadora nacional, y que aporta, sin embrago, una cantidad fabulosa de fondos a los grandes negocios privados del país.
Mejor educación, mejor salud y mejor jubilación son cosas sustantivas en términos de la calidad de vida de las grandes mayorías nacionales. Reforma tributaria y reforma del sistema de administración de los Fondos de Pensiones, son cuestiones fundamentales en función de una mayor equidad en la distribución de la riqueza que la sociedad chilena ha demostrado que puede generar.
Esas cuatro reformas son posibles en el nuevo cuadro político que se abrió con la elección parlamentaria que tuvo lugar en forma paralela con la elección presidencial. El nuevo Gobierno tiene por vez primera mayoría parlamentaria como para sacar adelante la mayoría de las reformas que se propone, incluso de aquellas que requieren quórum calificado. Pero no tiene mayoría suficiente como para reformar la Constitución que en lo sustantivo es la herencia maldita de la dictadura. Y sin reforma de la Constitución -o sin generar una nueva constitución, que no es una y la misma cosa- las reformas parciales, si bien se pueden llevar adelante, se convierten en pasos legales reversibles en función de mayorías o minorías parlamentarias, lo cual no ayuda a generar una nueva etapa estable y sostenible de desarrollo nacional.
La generación de una nueva constitución –que es lo que propone el programa de Gobierno de M. Bachelet- será uno de los puntos más álgidos que signarán el debate político chileno en los próximos años. La Presidenta, y la coalición que la apoya, la Nueva Mayoría, ha tenido la sabiduría suficiente para adherir con fuerza a esa meta, pero dejar abierto el debate sobre las modalidades o los caminos que su concreción puede asumir. Puede darse a través del trámite parlamentario, donde no es imposible ganar ciertos nuevos votos para cambiar la constitución, y/o puede adicionarse a ello cuotas variables de movilización social y/o puede usarse el peso discrecional del Ejecutivo.
El tener mayoría parlamentaria genera un cuadro inédito en la política chilena de los últimos 24 años. Ya no es necesaria -o por lo menos no lo es en la misma medida que antes- la política de los acuerdos, en que nadie podía aprobar nada sin la negociación con la oposición, aun cuando la democracia, en sí misma, exige tanto dialogo y tanta negociación como sea posible. Ahora será por lo menos técnicamente posible una cuota mayor de autonomía por parte de las fuerzas gobernantes. Y dentro de estas, la fuerza del Gobierno, las fuerzas de los parlamentarios –que tienen en muchos casos mucho peso específico propio– y la fuerza del movimiento social, compondrán una ecuación con características nuevas y esperanzadoras.
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