Gustavo Roosen – El peso de la coyuntura es tan grande que parece no permitirnos levantar la vista para otear el horizonte del largo plazo. Resolver la coyuntura no debería, sin embargo, liberarnos de la responsabilidad de pensar en perspectiva. En este caso no es la idea de una cosa a la vez -coyuntura o largo plazo-, sino ambas simultáneamente: apagar el fuego, curar las heridas, reparar los daños, pero paralelamente programar la mudanza hacia espacios de más oportunidad y menor riesgo, diseñar y construir la casa, hacerla incombustible. Comenzar a mirar el largo plazo tiene, además, la virtud de abrir e iluminar salidas para resolver la coyuntura. No hacerlo, en cambio, podría significar condenarse a un estado de crisis permanente. Sin una visión y un compromiso de largo plazo los acuerdos para resolver la coyuntura pueden ser frágiles. Una solución puramente táctica, calculada, alimenta la desconfianza y, en consecuencia, no puede ser duradera.
Pensar el largo plazo se impone como un esfuerzo que la sociedad, y muy especialmente las élites, no pueden diferir. Se hace impostergable acordar un gran encuentro cuyo objetivo sea visualizar los escenarios del largo plazo y definir las grandes líneas que permitan comprender lo inevitable, evitar lo indeseable y lograr lo alcanzable. Una convocatoria así -universal, diversa, comprometida con el interés común por encima de los intereses particulares- no tendría por función formular soluciones, menos aún imponerlas, sino congregar efectivamente a toda la sociedad para pensar el país y para proyectarlo en el contexto global sobre datos firmes de una realidad que evoluciona y se transforma.
Lo que resulte de un ejercicio de descripción de escenarios con visión nacional y de largo plazo no sería un plan de gobierno sino, un acuerdo de convivencia, la definición de un modelo de relación Estado-Sociedad Civil, la base de un compromiso que no se limite a los temas económicos, sino que abarque un concepto global desarrollo, de afirmación institucional y de los derechos, de atención a los desafíos de la educación, del crecimiento poblacional, de la construcción de la paz y el bienestar colectivo, del efecto de los avances tecnológicos en todos los órdenes.
Llegará el momento de definir los actores del diálogo nacional, pero no debería retardarse más la identificación del para qué y el cómo, de los objetivos del diálogo y del método para hacerlo eficaz. El primer paso deberá ser el reconocimiento de que no vamos por buen camino, de que algo no está funcionando bien, no solo el Gobierno sino en la sociedad, en las instituciones, y no desde ahora o en estos últimos 14 años, sino desde el momento en el que el país comenzó a desviarse hacia un esquema estatista, proteccionista, dependiente de la renta petrolera. Paralelamente, se impone una revisión de nuestras fortalezas y debilidades y de sus consecuencias a partir de una visión más amplia de la inserción en la globalización, con todo lo que representa de amenazas y oportunidades por la intensidad de los cambios y sus consecuencias en lo económico, lo político, lo cultural. Nunca fue realista diseñar los escenarios propios con olvido de la realidad global. Ahora menos todavía.
La convocatoria al diálogo hecha por el Gobierno parece querer atender solo la coyuntura. No ha recibido unanimidad en la aceptación. Experiencias recientes justifican esa desconfianza. Se entiende así el llamado a "propósito de enmienda" que hace el padre Luis Ugalde. Efectivamente, para pensar en un diálogo sincero y eficaz hacen falta señales de voluntad de rectificación, de aceptación del otro, de disposición a analizar las contradicciones, a asumir compromisos, a compartir un lenguaje que sirva para entenderse y no para ofenderse, a renunciar a la idea de control e imposición. Para atender el largo plazo hace falta otro diálogo, que exprese a la sociedad en su pluralidad y en sus diferencias, que privilegie el compromiso sobre el consenso, la visión de país sobre el proyecto político, que contribuya a repensar el país y sus instituciones.
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