(al Dr. Luis H. Born, in memoriam)
Hace mucho tiempo (tanto que el polvo de los años la ha tapizado de leyendas y tradiciones), en un pequeño pueblo vivía una pareja. Él se llamaba Juan Marcos, ella Ruth. Juan Marcos era alto y de barba amarillenta y rala, ágil con las manos. En ellas el azadón rendía el ciento por uno. Rápido para la sonrisa y lentísimo para la ira. Sus amigos confiaban en él tanto como en sus propias manos.
Ruth, muy por el contrario, era una joven amargada, aunque bella. Sardónica y procaz, si bien rudamente cariñosa en ocasiones. Su esbeltez de gacela, contrastaba con ese humor pedregoso con el que aderezaba sus días.
Pese a que Juan Marcos, se levantaba con el canto del gallo, con el acariciar del alba madrugadora, y dejaba el arado cuando los luceros comenzaban a sentarse en el horizonte, no eran ricos. Sólo tenían lo mínimo para bienvivir, “para sufrir en esta nada” como le enrostraba a su esposo Ruth, cuando lo zahería con sus reproches, pues Ruth descendía de una familia de prósperos criadores de cabras y camellos. Para Ruth la calamidad le sabía a humillación, le embargaba los hermosos ojos y el alma. Pero no todo era dinero. No sólo era lo material el único objeto de su frustración: su vientre era tan árido como el desierto que se divisaba a lo lejos, tan seco como el riachuelo vecino en medio de la resolana. Tal vez lo único que hacía posible su respiración, era el, pocas veces explícito amor que le profesaba a Juan Marcos. El hombre al levantarse cada mañana, mientras se dirigía pesadamente al sembradío, oraba a su Dios por un milagro. Por una salida luminosa, como la de ese astro que, comenzaba a dorar despacito los parajes.
Así pasaban los días de la pareja del pequeño pueblo, entre insultos y reprimendas, con breves oasis de cruenta ternura, porque el cariño, como el rayo, se abría paso a veces en el cielo de Ruth, pasaba por entre las rendijas que los dardos asfixiantes dejaban. En esos momentos, Juan Marcos y Ruth, abrazados en el patio de la casa, cerca del granero, apoyada la cabeza del hombre en el regazo de Ruth, miraban los focos de alegría que, les sonreían desde el cerrado firmamento que cubría el poblado.
Una noche muy fría, en la que la rutinaria pelea había llegado a niveles inimaginables, Ruth con un pesado rodillo entre las manos increpaba a Juan Marcos, quien como siempre, permanecía en un abigarrado mutismo. Con una plegaria en los labios, desde su barricada comenzó a desesperarse. Tanto fue su desequilibrio que se arrancó varias hebras de la barba al halársela fuera de sí. Fue entonces cuando un sonido seco se oyó desde la desvencijada puerta. Alguien tocaba. Ambos acudieron al llamado y, al abrir, una noche estrellada se asomó con tibieza. Frente a la casa estaba un ser brillante, algo que, los asombrados ojos de la pareja nunca habían presenciado se erguía ante ellos, con la dulzura de una voz cantarina el ser les dijo: “les traigo una buena noticia, esta noche nació el Mesías, el ungido de Dios”. Una extraña y vivificante alegría recorrió la estancia. Ruth, sintió como su vientre brincaba de dicha. Ella y Juan Marcos se miraron radiantes, sin saber que pensar. Una luz muy especial los bañó toda la noche, hasta que finalmente amaneció en el cercano horizonte, en Belén de Judea.
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