En este mes celebramos con mucha pompa una fecha de suma relevancia histórica: los 200 años de la Declaración de la Independencia. Este hecho sin embargo, entraña no pocas incongruencias, las cuales se han venido arrastrando como añejas aguas hasta nuestros días. Hay un párrafo de la magnífica biografía, que sobre Juan Vicente González escribiese la historiadora Lucía Raynero, que arroja luces acerca de estas deformaciones:
“Así la guerra civil de 1813 y 1814 fue producto de los antagonismos de clases. El pueblo no estuvo al lado del patriciado, porque la revolución la dirigieron los patricios que representaban lo opuesto al pueblo, y además éste no se identificaba con aquellos. Para el pueblo, el seguir a la revolución de independencia, no significó tampoco la libertad entendida como derecho natural. El pelear por la independencia de su patria tan sólo era encadenarse más a la opresión de su señores”.
La nación venezolana tiene su génesis traumática en esa realidad. Es la escisión, la separación de capas que no lograron resolver armoniosamente (de hecho el Decreto de Guerra a muerte es un intento a la fuerza por unir los conceptos de patria y pueblo) sus diferencias, las cuales no se solventan ni a partir de 1830, ni con la cruenta guerra Federal, ahondándose las diferencias, las desigualdades hasta bien entrado el siglo XX venezolano; vale decir a partir de 1936 donde lo fija con lucidez (y por razones obvias) la mirada de Don Mariano Picón Salas. Sin duda la llamada revolución de Octubre, bajo la dirección estratégica de Rómulo Betancourt (partiendo de un profundo análisis de la historia nacional) intentó implantar un proyecto para resolver esa marcada escisión, pero con el sectarismo exhibido en el trienio, aspecto que quiso enmendarse con el Pacto de Punto Fijo, más las prácticas clientelares, demagógicas de los años de la democracia representativa, y pese a los esfuerzos de prohombres como Uslar Pietri, Briceño Iragorry, Picón Salas, De Venanzi, Rafael Vegas, Pizani y algunos otros (así como en el Siglo XIX lo intentó Don Cecilio Acosta), se dio al traste con el primer ensayo serio para lograr la deseada cohesión y enrumbamiento del país. Es de esta manera como la actual “revolución”, lejos de desmontar este dañino lastre, lo potencia, auspiciando estériles y corrosivos enfrentamientos de clases, quedando sin solución a la vista la secular y destroncada relación. A este respecto. en un artículo titulado “Enredo de ideologías” (EL Universal, domingo 7 de marzo de 2010) Alejandro J. Sucre afirma: “la falla es la de excluir a la clase media y a los trabajadores de la toma de decisiones y de los beneficios del desarrollo económico”.
Es de suponer que abundan las explicaciones acerca de por qué no ha surgido un grupo de dirigentes, con las condiciones técnicas, políticas y éticas suficientes, como para encarar este problema medular, que cancele adecuadamente estas facturas de centurias. Cada quien tendrá sus conclusiones, lo cierto es que está allí como reto. ¿Estará relativamente cerca el advenimiento de un grupo con tal perfil? ¿Puede la Venezuela actual esperar que de su seno brote finalmente tal grupo? ¿No será una tarea que la propia sociedad civil deba catalizar con algún mecanismo que todavía no es vislumbrable para nosotros?
Más que celebrar el Bicentenario, debemos todos estar en sintonía con el compromiso que demanda la historia para nuestra tierra. Es una cuestión de vocación y grandeza….tal vez, en el fondo, de supervivencia.
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