”Sí la mañana no nos desvela para nuevas
alegrías y, sí por las noches no nos queda
ninguna esperanza ¿es que vale la pena
vestirse y desnudarse?”.
Johann Wolfgang Goethe
“A estos niños o muchachos les enseñaban a sembrar las llamadas minas “quiebrapatas” en trochas o caminos sin importarles hombre, mujeres o niños campesinos que pasen acompañando a una recua de mulas. Todos quedan expuestos a ser destrozados. Las minas, como usted sabe, son armas prohibidas y condenadas por todos los organismos internacionales. Están calculadas para dejarle sin piernas o parapléjico y no necesariamente para matarlo. Los estrategas comunistas en la guerra de Vietnam consideraban que un inválido tiene más efecto intimidatorio que un muerto. Los muertos con el correr del tiempo se olvidan, pero el tullido o el hombre sin piernas recuerdan a todos, día tras día, el daño que pueden sufrir quienes no colaboren con las cuadrillas de la FARC o del ELN”. La cita anterior pertenece a la más reciente novela (2010) de don Plinio Apuleyo Mendoza titulada “Entre dos aguas”. Aclaro que los análisis literarios en estas páginas los hace, en forma por demás excelente y amena, el poeta Francisco Arévalo. El interés inmediato que orienta este escrito es el de dar un vistazo a esta trágica realidad, a ese anecdotario del horror en la que ha devenido en las últimas décadas el desconsolador accionar de grupos guerrilleros en el vecino país y, que precisamente, describe en forma magistral la obra de don Plinio Apuleyo.
Si bien la novela del escritor y periodista colombiano tiene, a confesión suya, parcialmente un carácter autobiográfico, constituye un conmovedor testimonio de ese mortal calvario que ha padecido Colombia durante los últimos 64 años, vale decir desde el asesinato del candidato presidencial del Liberalismo, Jorge Eliécer Gaitán, acaecido en Bogotá un fatídico día de abril de 1948. De coletazo, y sobre todo en pasado relativamente reciente, nosotros, en Venezuela hemos sentido los embates de estos grupos insurgentes en forma de secuestros y de otras formas de violencia.
Colombia, con sus altas y sus bajas, ha experimentado la atroz crudeza de estas fuerzas guerrilleras, alzadas en armas “en nombre del pueblo”. Fuerzas, que por el contrario, han ido hundiendo en el pavor a toda la colectividad, no poseyendo en el hoy ni los jirones de una acción reivindicatoria de los más humildes y sin más bien el huesudo rostro de unas agrupaciones terroristas más, al continuar con toda esta especie de gesta demencial y sembradora de dolor y penurias.
Estas realidades hieren a la dignidad humana, la pisotean y duele más por el hecho mismo de que se erigen para vengar afrentas sociales y económicas. Son tan injustas como la explotación del hombre por el hombre, tan indignante como los genocidios nazis, tan horrendos como las innumerables vejaciones a los pueblos indígenas. Es claro que la humanidad debe y tiene que encontrar mecanismos idóneos y respetuosos para zanjar iniquidades y construir futuro.
Cuando se piensa en las miles de víctimas que conflictos como el que se escenifica en Colombia, con ecos preocupantes en suelo nacional, uno no deja de pensar en la obligatoriedad de acuerdos que partan del reconocimiento del otro, de la justa atención a las necesidades de los más vulnerables, del nivelar “por arriba” a la población, de brindar oportunidades francas para el crecimiento en todos los órdenes. ¿Será que nuestros pueblos están listos para elegir gobernantes y acompañarlos cívicamente en la impostergable tarea de construcción de naciones democráticas, justas, progresista, justiciera y así dejar de vivir, calamitosamente, “entre dos aguas”?
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