“Yo siempre traté de aprender de cada bateador.
Sí alguno me daba un hit, mentalmente hacía una nota
del tipo de lanzamiento que logró batearme.
Ese jugador jamás vería nuevamente un lanzamiento
como ese durante sus turnos ante mi”.
Su estirpe viene de los tiempos del Peloponeso, aquellos en los que todavía el deporte era más importante que los propios deportistas. Tiempos en los que la pureza, lo prístino de competir con transparencia (contra uno mismo y contra los demás) era lo más preciado, el verdadero honor. En este marco se inscribe la carrera de un legendario pitcher, más conocido por sus hazañas en el morrito, que por lo que significó como persona respetuosa de las reglas y de su misma conciencia. Eran efectivamente los inicios del béisbol y él uno de sus arquitectos; pero como ahora, había tentaciones, veredas, por las cuales perderse tras el placer fugaz o la gloria inútil. Hacemos referencia a un hombre nacido un 12 de agosto de 1880 en Factoryville (Pensilvania) y bautizado con un nombre que aún hoy se recuerda: Christopher Mathewson ó como se le conocería en los diamantes, Christy Mathewson.
A Mathewson los fanáticos del béisbol lo conocen por sus 373 victorias de por vida (la tercera mejor cifra de todos los tiempos), ó por sus 13 temporadas de 20 triunfos y 4 con 30 victorias; pero pocos se han detenido en el ser humano que impulsaba esos humeantes lanzamientos hacia la goma, pitcheos que hicieron mella en los más grandes bateadores de inicios del siglo XX. Durante 17 zafras asombró al mundo, sin embargo escasos datos hay de su condición humana.
Lo primero que habría que decir de Mathewson es que fue un ser humano completo y de grandes valores espirituales, inculcados cuidadosamente por su madre, Minerva Mathewson. Antes de ingresar en las Mayores, había pasado por la Universidad. En Bucknell, el futuro Salón de la Fama fue miembro del Club de Literatura, Presidente de su clase, integrante del Coro, jugador de fútbol americano y de béisbol. Incluso llegó a escribir una serie de relatos para niños. Durante todo ese tiempo fue modelo de vida sana y limpia, dedicada al esfuerzo creador. Este es el hombre que, tras de una breve pasantía por El Norfolk, es adquirido por lo que hoy sería una cifra ridícula, 1.500 USD, por el equipo de Los Gigantes a mediados de 1899. Tras un desastroso comienzo en el que acumula record de 0-3, es devuelto por Los Gigantes a Norfolk, y desde allí, es adquirido por Cincinnati, de donde retorna a Los Gigantes en los albores del siglo. A partir de ese momento, Mathewson, no parará hasta convertirse en la leyenda del pitcheo, que termina su carrera con una extraordinaria efectividad de 2,13.
Christy Mathewson fue el primer ídolo deportivo de EEUU. Al comienzos del Siglo XX una publicación (‘Literary Digest’) se expresaba así de Mathewson: “Su nombre es el más conocido en la nación, solo superado por el del Presidente Taft y el Coronel Roosevelt”.
El pitcher de la rotación (y Salón de la Fama) de Los Gigantes en esos años, Rube Maquard, dijo en una ocasión, refiriéndose a Mathewson: “Mathy nunca se pensó mejor que nadie más. Su camino fue el que él mismo tomó. Mathy simplemente fue diferente”. Así se refería Maquard a la forma idealista de vivir y jugar de Mathewson. Muchos afirmaban que vivía en el jardín del Edén guiado por una misión elevada. En palabras de Grantrand Rice, cronista deportivo: “Mathewson, es el único hombre que he conocido con el espíritu y la inspiración más grande que este deporte”.
Durante los 4.780 innings que lanzó en Grandes Ligas, dentro y fuera del campo, siempre se comportó con la caballerosidad y la ética que determinaron sus orígenes. No sucumbió a la era del alcohol, y fue una genuina inspiración para tantos niños que crecían admirándolo en los diamantes. Su corrección rayaba a veces en la santidad, y no pocas veces recibió bromas acerca de una posible canonización. Cuidó su imagen y su actuar tanto dentro como fuera de las rayas de cal. Esa misma rectitud le permitió dirigir a Los Gigantes por un par de temporadas (1919 y 1920), tocado pulmonarmente, tras un accidente mientras cumplía labores militares en la Primera Guerra Mundial. De ese accidente con gases, los cuales generaron una pertinaz tuberculosis, Mathewson jamás se recuperó. Rindió su alma al Creador un 7 de octubre de 1925 en Saranac Lake, New York.
Christy, fue una brizna del Peloponeso en el Polo Ground, el mítico estadio de Nueva York. Una corriente de aire limpio que vence el tiempo, hasta llegar a esta realidad cada vez menos pura de los albores del siglo XXI para recordarnos que todo lo puede el espíritu humano.
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