Este relato político se construyó sobre una lógica que respetaba las diferencias y las articulaba a contenidos de carácter universalista. Temas como industrialización, urbanización, sustitución de importaciones, nacionalizaciones, se articularon con un discurso político, que hacía uso de un léxico incluyente de máximas y proverbios que, para su momento, interpelaban a los distintos sectores que constituían el país nacional. A finales de la última década del siglo pasado, este dispositivo político se agotó. No pudo profundizar su carácter democrático. Como consecuencia, el país se encaminó hacia una crisis de carácter orgánico, la cual aún no ha podido ser superada.
Paradójicamente, esta crisis restauró la lógica discursiva que caracterizó al positivismo en Venezuela. Vale decir, escindir al país en extremos antagónicos e irreconciliables. La modernidad revolucionaria invita a escoger entre socialismo y capitalismo. Oferta que ha sido formulada en los mismos términos en que fue enunciada la vieja escogencia positivista, entre civilización y barbarie. Esta restauración de la “razón” positivista conduce, inevitablemente, hacia esquemas políticos rígidos y de sesgo autoritario. La figura del “gendarme necesario” ensombrece a la del líder revolucionario.
Estos dos programas son tributarios de una misma concepción de la política. Sus élites se han formado en la idea, que gobernar consiste en la puesta en práctica de modelos previamente trazados. Esta circunstancia permite aventurar la idea que la revolución puede asumirse como restauración del racionalismo que impregnó la modernidad democrática. Para ambas narraciones gobernar, insistimos, consistiría en trazar un diseño para después implantarlo en la realidad. Planes de la nación y planificación centralizada: La Gran Venezuela y Socialismo del siglo XXI proceden de esta matriz ideológica.
Ambos hacen una condena radical del pasado, postulan un sujeto histórico privilegiado y creen conocer la técnica que permitirá domeñar a la realidad. En sincronía con este ideario, ordenan cirugía mayor y medidas dolorosas que se perciben como necesarias. Como apunta un colega “habrán cambiado los ingredientes, pero el veneno del pastel es el mismo”
Un nuevo programa de modernidad debe ser formulado. Su punto de partida, evitar estos excesos racionalistas. Postular la recuperación de la diversidad e identidad de nuestras regiones y profundizar estas diferencias. En otras palabras, insertar la historia en las ideas y, desde esa atalaya, intentar alcanzar la plenitud democrática. Diversidad cultural y pluralidad política se complementan y refuerzan mutuamente.
Es empinado, entonces, el camino a recorrer…
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