Los llamados “paraísos fiscales” gozan, indudablemente, de mala fama a nivel internacional, aun cuando son muchas las personas y las instituciones que recurren a ellos para mantener allí depositados sus fondos o para crear allí sus empresas, sobre todo de tipo financiero. Los paraísos fiscales no son lugares del planeta donde no impere ley alguna, ni donde solo puedan depositarse fondos que han sido generados en forma ilícita en sus países de origen. En realidad son, por lo general, lugares bastante ordenados, con leyes claras respecto a cómo crear y operar una sociedad, o sobre cómo debe funcionar un banco. Las características fundamentales de la actividad bancaria y fiscal en esos territorios –no son ni siquiera países– llamados paraísos fiscales son el secreto bancario y la baja tasa de impuestos a las ganancias. El secreto bancario consiste en el hecho de que ni el banco ni la autoridad político administrativa de esos territorios está autorizada a dar información a nadie – ni a gobiernos ni instituciones nacionales o extranjeras – sobre quién tiene allí cuentas bancarias ni sobre cuál es el monto de esas cuentas. En otras palabras, más técnicas, existe una falta total de transparencia. La baja tasa de impuestos se entiende por si sola: las ganancias que contablemente figuran como tales en las empresas allí localizadas no pagan impuestos o pagan impuestos bastante más bajos que en el común de los países del mundo contemporáneo. Por lo menos, impuestos más bajos que en los países con los cuales esas empresas hacen negocios internacionales.
Mantener cuentas bancarias en los paraísos fiscales, no es un delito para ninguna persona ni para ninguna empresa. El problema no radica en la mantención misma de una cuenta bancaria, sino en el ocultamiento de la misma a las autoridades tributarias de su país de origen. Si un ciudadano –por ejemplo, de Venezuela- tiene una cuenta bancaria en un banco de las Islas Caimán, no comete con ese mero hecho delito alguno desde el punto de vista ni de la legislación de Ias Islas Caimán, ni de la legislación de ningún otro país, excepto de Venezuela. Es más, el delito solo existiría, si esa cuenta no está reconocida o declarada ante las autoridades tributarias de Venezuela. Obviamente -en caso de que esa declaración o reconocimiento existiese– el paso siguiente es explicar de dónde provienen esos fondos, y allí las cosas se pueden complicar. Si no se pueden dar explicaciones coherentes sobre el origen de esos fondos, es dable suponer que son fondos provenientes de actividades ilícitas, tales como el robo puro y simple de las arcas fiscales, el pago de comisiones por compras o favores recibidos, el narcotráfico, u otras actividades por el estilo.
Otro asunto parecido, pero no exactamente igual, es la conformación en los paraísos fiscales de empresas –personas jurídicas- que prestan dinero, hacen inversiones, o prestan servicios y asesorías de cualquier naturaleza a gobiernos o empresa situadas en otras latitudes. Los pagos, los intereses, o las ganancias recibidas por esos servicios, se canalizan y se declaran en el país de origen de la empresa; es decir, en el paraíso fiscal, y allí no pagan impuestos. Es decir, no pagan impuestos en los países donde las ganancias se generan –pues allí figuran como una compra internacional de servicios- ni en el país de origen último de los capitales correspondientes. Negocio redondo para dichas empresas, y mal negocio para los gobiernos de los países –desarrollados o en desarrollo– que ven disminuidos sus ingresos fiscales posibles por estas prácticas internacionales.
Los paraísos fiscales han devenido en un problema internacional, por un lado, pues se convierten en un refugio donde gobernantes corruptos, narcotraficantes, ladrones y delincuentes de todo tipo obtienen prácticamente inmunidad para el resguardo y el manejo de sus fondos mal habidos en cualquier rincón del mundo. Combatir esas prácticas pasa, entre otras cosas, por darle transparencia a esos depósitos internacionales. Ese es un problema fundamentalmente para los países en desarrollo que están interesados en sanear sus prácticas políticas, pero hay, indudablemente, otros gobiernos y gobernantes que verían con preocupación el cambio de las reglas de juego imperantes en los paraísos fiscales.
Pero también, los paraísos fiscales se han convertido en una molestia para los países y gobiernos serios del planeta, que ven que sus ingresos fiscales podrían legítimamente aumentar, si se ponen a tributar a todos esos capitales que eluden esa responsabilidad por la vía de las operaciones desde los paraísos fiscales. Pero la lucha contra los paraísos fiscales no es fácil. Primero, por el hecho de que muchos de ellos pertenecen o están bajo la jurisdicción política de los países más desarrollados de Europa. Tal es el caso, por ejemplo, de la Islas Caimán, de la isla de Man, de las Islas Turcas y Caicos, de Monserrat, de las Islas Vírgenes, de Anguila y de las Bermudas, todas las cuales pertenecen al Reino Unido. Una actitud firme contra el secreto bancario en esos territorios, no sería complicado desde el punto de vista legal, pero sería difícil para los gobernantes respectivos desde el punto de vista político e incluso geopolítico. Esos territorios actúan como paraísos fiscales, gracias a la protección y el paraguas que le proporciona en última instancia la autoridad inglesa. Además, no hay que perder de vista que muchas de las empresas y los capitales que operan desde los paraísos fiscales son originarios de esos países desarrollados, y tienen capacidad de presión, de interlocución y de financiación política en dichos países. En muchos de estos aspectos se hace presente la tradicional hipocresía de la política europea, que es como el cura Gatica, que predica pero no practica.
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