Mamá Petra (Parte 3 de 5)

III

Ajeno a la belleza circundante, una mañana luminosa, cuando los jardines del psiquiátrico lucían su verdor y el rojo y amarillo de sus flores en todo su esplendor, Juan vio cómo su mujer de siempre y sus hijos, con ojos anegados en lágrimas, se alejaban por el pasillo, dejándolo con la enfermera, y después de ser instruidos de que podían visitarlo sólo una vez por semana. El psiquiatra quería aislarlo de todo amoroso soporte y comprensión, para que sus crisis lo tomaran en pleno y revelaran lo que tenían que revelar de una vez por todas. No pudo ser más sabia esa decisión. El quedarse sin una gota de cariño lo llevó a un profundo sentimiento de desamparo que dio entrada fácil e inevitable a las crisis. Pero esto lo condujo a conocer la raíz de esas crisis y a colocarlo, así, en posición de resolverlas.

No fue arduo el trabajo del psiquiatra, pues no tenía que hacer esfuerzo alguno para llevarlo a los niveles subconscientes de su ser; las crisis, de por sí, eran una manifestación directa de su inconsciente; eran su inconsciente abierto de par en par. La solución al problema que revelaron, en cambio, requirió de creatividad; fue necesario el conjuro del afecto que Mamá Petra le había dado durante los primeros años de su vida.

Un par de años después de que Mamá Petra huyó llevándolo consigo, ya su padre había desaparecido de su mundo consciente. Y así fue por los casi cuarenta años que siguieron, hasta la aparición de sus crisis. Pero cuando estas aparecieron quedó claro, sin embargo, que el padre nunca había salido de las profundidades de su inconsciente. Allí seguía, aunque Juan jamás lo había vuelto a ver, y no sabía, siquiera, si aún vivía.

Sus crisis, que se repitieron con frecuencia por algo más de un mes después de haber sido hospitalizado, en esencia, eran idénticas unas a las otras. Su caso era uno de posesión; pero él no era poseído por una entidad foránea, sino que se poseía a sí mismo. El niño del ayer, que jamás había muerto, tomaba control de su entero ser y lo hacía vivir en el pasado como si todavía ese pasado fuese su realidad objetiva. Lo que representaba y significaba cada escena de los acontecimientos que se desarrollaban en esas crisis se hizo evidente para él rápidamente. Porque era cuestión más que todo de sentir, menos que de complicados análisis. Cuando se veía desconectado de los habitantes de aquel pueblo de techos de tejas, Juan sentía, con meridiana claridad, que se debía al considerarse menos valioso que un mapurite. Un mapurite no podía ser ni hermano de ellos, ni sobrino de ellos, ni hijo de ellos…Estaba vetado para un mapurite el poderlos amar. Y estaba vetado para ellos el sentir por un mapurite otra cosa que no fuera repulsión. Y él era un mapurite porque eso era lo que su padre le había hecho sentir que era desde que tenía memoria y desde que no la tenía. Mamá Petra solía contarle que cuando él era un bebé que todavía no caminaba, su padre lo sacaba por las noches del chinchorro cada vez que lo oía llorar, y lo golpeaba para hacerlo callar. Y eso lo hacía bajo la mirada cómplice de su madre.
Cuando estaba fuera de sus crisis, y con su madurez de hombre rondando los cincuenta, podía evaluar la realidad de su situación: él no era un mapurite pestilente; él valía tanto como cualquier otro, y tenía el derecho de amar a sus congéneres y de ser amado. Pero si bien el descubrir los motivos ocultos de su oscuridad le hacía un mar de bien, había algo que todavía faltaba para su liberación completa. (CONTINUARÁ)

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