María Cuesta: «La anorexia te pervierte de tal manera que te resistes a un tratamiento»

¿Cuándo y cómo supo que estaba enferma de anorexia?

Pasó bastante tiempo, pero todo comenzó por el deseo de adelgazar. Al principio, no me obsesioné demasiado. Empecé por restringir la comida poco a poco, hasta que se me escapó de las manos. Ése fue un indicio. Cada vez que acudía a un acto social en el que se requería comer, sentía una angustia insoportable que se acusó cada vez más durante la enfermedad. Comencé por suprimir los alimentos con hidratos de carbono y con grasas, porque pensaba que podían engordar más, y llegué a limitarlo todo.

En su libro menciona a una doctora que le aconsejó adelgazar, a pesar de que no tenía sobrepeso ni conocía sus hábitos alimentarios. ¿Cree que los profesionales sanitarios deberían indagar más en la historia del paciente antes de dar este tipo de recomendaciones?

En medicina, como en cualquier ciencia, hay que saber a quién te diriges. A mí me recomendaron adelgazar a los siete años. Siempre había sido alta y de constitución fuerte, pero no tenía sobrepeso. Me juzgaron sin conocerme, porque la anorexia no es sólo querer perder peso. Yo también tenía una autoestima muy baja y llevaba al extremo el perfeccionismo. Hay varios factores que influyen para que se desencadene. Es una enfermedad mental con un fuerte componente cultural, social y genético.

¿Cuál de esos factores cree que influyó más en su enfermedad?

Hay un condicionante genético, del 60%, que determina cierto carácter psicológico y que hace más vulnerables a algunas personas. Yo tenía una autoestima muy baja que aumentó todavía más debido a los comentarios de unas niñas que se aprovecharon de mi buena fe, de mi deseo de gustar a los demás.

¿Se refiere a la imagen corporal?

Más allá del aspecto físico, quería sentirme aceptada. Controlar los alimentos es controlar una parte de nuestra vida. Ese afán de control cambió mi imagen y mi forma de vivir, antes de darme cuenta de que había cosas que no podía cambiar. Llegué a pensar que si me rompía los huesos, serían más pequeños, hasta que asumí que mi constitución era ancha y precisaba un mínimo de grasa corporal para tener una vida normal. Aceptarlo fue un paso muy importante hacia la superación.

Califica la anorexia de tiranía, ¿por qué?

Porque la anorexia emite unos dictados que, cuando estás muy enferma, no puedes evitar. Yo sentía que en mí había dos «Marias». Una sana, que poco a poco se hacía invisible, y otra enferma que, cuando afloraba, anulaba a la sana. La enferma tiene compulsiones con el movimiento, obsesiones y rituales, prepara la comida a su familia, restringe sus relaciones sociales, se vuelve introvertida, ensimismada y sólo piensa en ella. No es que te conviertas en una persona egoísta, sino que la anorexia te domina. La comida es objeto de deseo y odio. Llega un punto en el que estás tan acostumbrada a necesitar alimento, pero a no recibirlo, que éste pasa a un segundo plano.

¿Hasta qué punto se puede tener una imagen corporal distorsionada?

La distorsión de la imagen corporal es un mensaje que el cerebro envía a tus ojos y que estos te devuelven, a través de un espejo. Todos tenemos un 2% de esa distorsión de la imagen corporal, pero yo la tenía de hasta un 250%; es decir, me veía 2,5 veces más obesa. En ningún momento te ves como un esqueleto. La gente te pregunta: «¿ya comes bien?». Tienes ojeras, menos energía y se te caen los pantalones, pero no eres consciente de qué te pasa. Creía que me lo decían para que no estuviera delgada.

¿Cómo se trabaja la distorsión?

No se puede trabajar la parte cognitiva si antes no te has nutrido, porque el cerebro no puede pensar. Primero, te animan a comer, aunque sea a la fuerza. Cuando alcanzas un peso mínimo, por pequeño que sea, y tu vida ya no corre peligro, en los grupos terapéuticos se trabaja la imagen corporal cognitiva y perceptiva.

¿De qué manera?

Recuerdo una práctica en la que utilizábamos un papel de embalar donde dibujábamos con un rotulador la silueta de nuestro cuerpo tal y como nos veíamos. Y yo me veía gorda. Después, nos colocábamos encima y una compañera perfilaba el contorno de nuestro cuerpo. A partir de los centímetros que había de diferencia entre las dos siluetas, se calculaba el porcentaje de distorsión que teníamos. Yo salía «muy tocada» de las sesiones. La distorsión de la imagen corporal no era sólo respecto a mí misma, sino respecto a los demás. Ahora, me parece mentira cómo nos puede engañar el cerebro.

El paso crucial para su curación fue dejar de pensar en su familia y en los profesionales médicos como enemigos y empezar a considerarles aliados.

Fue definitivo para curarme, un punto de inflexión muy importante. Cuando estás enfermo, todo lo interpretas como un ataque. Todo el mundo quiere verte bien, pero la anorexia te pervierte de tal manera que te lleva por el camino que quiere, te resistes a tratarte y la enfermedad se complica. Llegué a pensar que los médicos querían que estuviera gorda, cuando no era así, porque combaten la obesidad. En el último ingreso, que duró cinco meses, entendí que los terapeutas y mi familia querían mi bien y verme feliz. Necesitaba un peso mínimo para tener una vida normal, la menstruación y encontrarme bien.

¿Qué le costó más durante el tratamiento: Volver a comer, estar ingresada sin su familia, no ir a la escuela?

No puedo decir que fuera una sola cosa. Todo me costó mucho. Aprender a comer otra vez a los 16 años fue muy difícil. Hasta los 12 sabía. Ahora, si estoy sola en casa, soy capaz de hacerme la comida y no saltármela. La comida, en nuestro caso, se tiene que ver como un tratamiento, como una pastilla que se toma. Se tarda tiempo en volver a disfrutar de ella como objeto de placer, en actos sociales, cenas con amigos, en Navidad. No hace tanto que disfruto de la comida y ya han pasado cuatro desde que superé la enfermedad. En cambio, la reincorporación a la vida estudiantil no me costó, sino que me gusta.

¿Tuvo miedo a morir?

Ese miedo me empujó a salir hacia adelante, como una especie de impulso. Pasé semanas sin levantarme de la cama, sin comer ni beber, perdí el conocimiento y me tuvieron que llevar a urgencias. Allí lo vi claro. A todo el mundo le asusta el ambiente que se respira en un servicio de urgencias, la gente que corre, que grita. Tuve un pequeño momento de lucidez y me tomé una cucharada de arroz, después de tres semanas sin haber ingerido nada. Ése fue un paso muy importante.

Al salir del hospital, ¿le preocupaba recaer?

Pienso que pasaron unos dos años hasta que estuve curada y no necesité tratamiento. En ese periodo, todo estaba muy «tierno». Yo era muy vulnerable. Tenía mucho miedo y angustia de ser incapaz de comer. Si un día no te vigilan y te saltas una comida, puedes tener una recaída en cualquier momento. Mi terapeuta me advirtió: «Vigila, hazlo bien, porque sabes que te engancharás». Las herramientas que utilizaba eran argumentos para contrarrestar la inercia de los pensamientos irracionales. Hace casi cinco años que recibí el alta y ahora tengo una vida normal.

¿La anorexia le ha dejado alguna secuela?

Física, no. He recuperado toda la masa ósea que perdí (tenía osteoporosis) y la menstruación, y me he restablecido de los problemas de piel que tuve. En el aspecto psicológico, la secuela de la anorexia es positiva, porque todo lo que sufrí me ha hecho más fuerte. Pero como toda enfermedad que se supera, es como una mochila que llevo a cuestas, aunque no dejo que intoxique mi presente. No he vuelto a recaer. Pero cuando me entero de que una persona cercana a mí ingresa por este motivo en un centro, no puedo evitar que esto me remueva por dentro.

CONOCER MEJOR LA ANOREXIA

La gravedad de la anorexia es todavía desconocida para una parte de la población y ni siquiera los medios de comunicación la abordan con la seriedad que merece, a juicio de Maria Cuesta. «Muchas personas piensan que es una manía, en lugar de una enfermedad mental», afirma. Por este motivo, ha decidido destinar parte de los ingresos de la venta de su libro a la Asociación Catalana de Anorexia y Bulimia, ACAB, cuya labor es concienciar a los ciudadanos sobre los trastornos alimentarios.

«Pienso que mi libro va a llenar un amplio vacío, el del ex paciente, ya que, cuando dejan de estar enfermas, muchas personas no quieren hablar de ello. Creo que cumple un servicio social. Los médicos pueden hablar desde el punto de vista de la enfermedad, pero no pueden hacerlo desde la propia piel», opina. La vulnerabilidad genética, espoleada por la presión social, conduce a este trastorno hasta el punto de que «la chica anoréxica, si no hubiese nacido y vivido en esta sociedad nuestra, probablemente no sería anoréxica», lamenta en el prólogo del libro Josep Toro, profesor emérito de Psiquiatría de la Universidad de Barcelona. Las jóvenes ya no son las únicas afectadas. También lo son los hombres y las personas de cualquier edad.

Cuando una persona padece anorexia, a menudo, se requiere ingreso hospitalario, alimentar al paciente de forma forzada, llevar un control estricto de sus movimientos (ya que abusa del ejercicio para quemar calorías), establecerle nuevas pautas de conducta con terapia cognitivo conductual e, incluso, tratamiento farmacológico para síntomas como la ansiedad y las palpitaciones, entre otros.

Fuente: http://www.consumer.es/web/es/salud/psicologia/2010/05/04/192803.php