Finalmente, había colapsado. Mi biplano dorado, con su inquebrantable lealtad, obedeciendo sin resistencia mis comandos, se dirigía en picada contra la pradera abajo. Allí terminaríamos los dos, estrellados.
Y no se habría ajustado a la verdad el decir que, en aquellos instantes, en que el viento azotaba mi rostro de piloto, lo que yo deseaba era morir. Por el contrario; aún rumbo a mi propia destrucción, en lo más profundo de mí ser, deseaba encontrar una razón para vivir a la cual aferrarme. Pero el viejo sentimiento de aislamiento y soledad, de ser un extranjero en este mundo, y del más profundo desamparo, que tantas veces me había tomado, esta vez me poseía en forma tan avasallante que tenía yo la sensación de estar siendo conducido a la muerte por un poder extraño a mí, ante el cual no podía rebelarme. Y empezaron a desfilar, ante mí, recuerdos de mi época de buscador, cuando conocí a seres que, rodeados de discípulos, prometían descifrar el enigma de la existencia, pero que resultaron ser solo ignorantes de buena fe; ciegos que creían estar guiando a ciegos. Inmerso en esos recuerdos, fue cuando ocurrió: sentado sobre el forraje de la pradera, allá abajo, había un hombre joven que levantó su mano hacia mí, en señal de saludo. Y esa simple acción me condujo, casi inconscientemente, a cambiar el ángulo de los alerones de mi biplano dorado, con lo que salí del picado. Virando en redondo, me dispuse a aterrizar.
II
No lejos de él, tumbada sobre la grama, estaba su bicicleta. Nada me habría preparado para ese encuentro. Ya para entonces no creía que seres así existieran. Y si es que alguno había, seguramente vivía apartado del común de los mortales, en alguna montaña.
Que la bienaventuranza estuviera más allá del poder de pensar e imaginar lo había yo barajado en algún momento: un ser sin pensamientos y sin imaginación no podía ser otra cosa más que un árbol o una piedra, a lo sumo un animal. Pero ahora él sostenía que desde tus pensamientos y tu imaginación no podías concebir el estado sin pensamientos y sin imaginación; es más, desde allí, no podrías parar nunca su funcionamiento. Para ello se necesitaba de un agente externo a ti. Y, además, mis esfuerzos por entender lo infinito usando mi mente finita no sólo era inútil sino una trampa más: ¡lo infinito no era más que una invención de la mente finita!
III
Muchas veces más aterrizó mi biplano en la pradera. Ahora lo sé: para poder darme lo que me dio, era necesario que yo dejara de aferrarme a mis filosofías, a lo que había sido la razón misma de mi vida. Era necesario bajar la guardia, soltar lanza y escudo y hacerme vulnerable. La Realidad no era una deducción lógica, sino una experiencia que había que tocar. Y un día, cuando yo menos lo esperaba, ocurrió.
Yo estaba sentado frente a él. Ante mí tenía la imagen misma de la sencillez, de la ausencia completa de posturas. Fui invadido por un sentimiento de serenidad. Cerré los ojos y percibí la pradera en el aroma y sonidos que me traía la suave brisa que acariciaba mi rostro. Y un instante se unió al siguiente y empecé a perder noción del tiempo. Sentí que un dedo de su mano se posaba sobre mi frente, solo un instante. Fue como si una diminuta llama se hubiese posado sobre la mecha de una vela apagada el tiempo suficiente para encenderla. A pesar de la tranquilidad de la pradera tuve la clara percepción de que un ruido había sido eliminado y, entonces, fui tomado por un estado de beatífica paz que jamás habría podido concebir y que me llevó a una dimensión sin pensamientos y sin imaginación de la cual jamás hubiese querido regresar.
Y, cuando regresé, supe que algo dentro de mí había cambiado para siempre; que aunque me hundiese, de nuevo, en la oscuridad de este mundo, aquella luz que dentro de mí se había encendido iluminaría, por siempre, mi sendero. Y supe, también, que todo aquello que pudiese ponerse en palabras era ilusión.
Esto incluye mi relato de hoy, cuya única virtud es la de ser un aviso de encrucijada de caminos, apuntando en una dirección.
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