“Llegada la hora, Jesús se puso a la mesa con
los apóstoles y les dijo: –«Yo tenía gran deseo de
comer esta Pascua con ustedes antes de padecer.
Porque les digo que ya no volveré a comer
hasta que sea la nueva y perfecta
Pascua en el Reino de Dios.»
Lucas: 22; 14-16
Con el Domingo de Ramos, comienza la Semana Santa, el tiempo más agudo y revelador de todo el año litúrgico del cristianismo. En este período se celebra el acontecimiento siempre actual, sacramentalmente presente y eficaz de la Pasión, Muerte y Resurrección del líder más exitoso de toda la historia de la humanidad.
En el calendario renovado, a raíz de la reforma conciliar del Vaticano II, la Pascua ocupa el lugar central de todo el Año Litúrgico. Es la fiesta de las fiestas, la solemnidad de las solemnidades.
La Semana Santa es el conjunto de momentos litúrgicos más intenso de todo el año. Sin embargo, para muchos católicos se ha convertido sólo en una ocasión de descanso y diversión. Se olvidan de lo esencial: esta semana la debemos dedicar a la oración y la reflexión de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús para aprovechar todas las gracias que esto nos trae.
A la Semana Santa se le llamaba en un principio “La Gran Semana”. Ahora, se le llama Semana Santa o Semana Mayor y a sus días se les dice días santos. Esta semana comienza con el Domingo de Ramos y termina con el Domingo de Pascua.
La Semana Santa, que culmina con el Festivo de Aleluya de Pascua, se abre con el episodio de la entrada mesiánica de Jesús a Jerusalén (Ciudad de Paz). Agitando palmas y ramos de olivo se revive en la procesión el triunfo del máximo líder; pero estas ovaciones de alegría durarán poco tiempo, pues enseguida resonarán las notas dolorosas de la pasión de Jesús y los gritos discrepantes contra él, que, a pesar de ser inocente, fue condenado a la muerte en la cruz (para deshonrar al castigado). De acuerdo a los tratadistas de la historia religiosa, muchos de los que gritaban “alabanzas” ante su entrada a tal ciudad, el viernes próximo gritaron: “¡Crucifícale!”.
Comienzan de nuevo los días de la Pasión con los mismos papeles y actores que en el año 33 a. de C.: Con espectadores atentos y otros indiferentes, los que se lavan las manos siempre, los cobardes que afirman no conocer a Cristo (“el ungido”, “el mesías”), los impíos con sus látigos y reglamentos, y la misma víctima dolorida, infinitamente paciente y llenar de amor, que dirige a todos su mirada de interrogación de ternura, de espera… Y se siguen distribuyendo los papeles para que empiece el drama. ¿Quién interpreta a Simón de Cirene? ¿Quién quiere ser Judas Iscariote, quien le vendió? ¿Quién va hacer de Verónica (quien le tendió el manto para que Jesús secara su rostro)?
La Pasión no basta con leerla en el texto evangélico; hay que meditarla, asimilarla, encarnarla en la propia vida pudiendo ser el actor que se quiere ser. El relato de la Pasión hará recordar los signos del sufrimiento de Cristo, que fue traicionado, escarnecido, cubierto de esputos, flagelado y crucificado. Su ejemplo altísimo de docilidad a Dios y de cumplimiento de la voluntad divina es la más esclarecedora expresión y el gesto más profundo y auténtico de amor que llega hasta derramar la última gota de sangre para salvar a todos.
El Domingo de Ramos es pórtico monumental de los misterios de la Pascua, día de luz y de sombras, en que los gritos del “Hossana” (salva ahora: ¡salve!) se mezclan con los clamores de la Pasión. Es acto solemne de unión con el Mesías-Salvador para acompañarle en la vía dolorosa que terminará con el triunfo de la Pascua y el anuncio de la victoria de la luz sobre las tinieblas. Por esto, en este día el centro de la celebración lo ocupa la Pasión del Señor, leída cada año según un evangelista sinóptico, con sus peculiaridades catequéticas y acentos propios, para preparar la proclamación de la Pasión según San Juan, el relato de más fuerte colorido pascual, que la liturgia reserva para el Viernes Santo. La Pasión del Señor es el gran tema que la Iglesia medita a lo largo de todo este domingo.
Para vivir la Semana Santa, debemos darle a Dios el primer lugar y participar en toda la riqueza de las celebraciones propias de este tiempo litúrgico.
Vivir la Semana Santa es acompañar a Jesús con nuestra oración, sacrificios y el arrepentimiento de nuestros pecados. Asistir al Sacramento de la Penitencia en estos días para morir al pecado y resucitar con Cristo el día de Pascua.
Lo importante de este tiempo no es el recordar con tristeza lo que Cristo padeció, sino entender por qué murió y resucitó. Es celebrar y revivir su entrega a la muerte por amor a nosotros y el poder de su Resurrección, que es aviso de la nuestra.
Hoy en día, a la última semana de Cristo en este planeta se le llama Semana Santa y tal lapso cierra con su Resurrección, que nos recuerda que los hombres y mujeres han sido creados para vivir eternamente junto a Dios.
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