En diciembre del año 2019 Chile tenía, en su economía, una cantidad de dinero (M1) que alcanzaba a los 42.471 miles de millones de pesos. A lo largo del año 2020 ese indicador monetario creció rápidamente llegando en diciembre de ese mismo año a una cifra de 65.370 miles millones de pesos. En un año la cantidad de dinero creció en un 53.9 %.
Durante el año 2021 las cosas no fueron muy diferentes: terminó en diciembre con 79.859 miles de millones de pesos. Un alza de 22.2 % con respecto a diciembre del año anterior.
Un crecimiento de esas dimensiones, en un país como Chile, no puede tener lugar sin que el Banco Central esté impulsando aquello. Ese crecimiento del dinero – que tiene que ver directamente con la demanda efectiva y con la capacidad de compra que se manifiesta en la economía – permitió que el nivel de actividad económica, es decir, básicamente los niveles de producción y de empleo, no cayeran en forma más estrepitosa que lo que efectivamente sucedió. La producción y el empleo cayeron, pero sin la política expansiva del Banco Central la caída hubiera sido mayor aún, la recuperación posterior hubiera sido más difícil y las consecuencias políticas y sociales hubieran sido probablemente críticas. Pero las medidas tomadas ocasionaron inevitablemente un incremento de las tendencias inflacionarias en el seno de nuestra economía. Más tarde o más temprano, ese crecimiento de la demanda tenía que ocasionar un alza en las tendencias inflacionarias. El Banco Central siguió, sin embargo, apoyando una política anti recesiva, en la cual la eventual inflación era un efecto secundario que había que asumir.
Esa política fue positiva. Todos los países del planeta tierra hicieron más o menos lo mismo. Se puede discutir si el momento de cada medida fue acertado, o si se podían haber tomado un poco antes o un poco después, o si los incrementos monetarios que se le insuflaban a la economía iban a los bolsillos de los más necesitados, o si se distribuyeron también a otros sectores de la población. Pero de una forma u otra las medidas de política monetaria fueron positivas. Implicaron una cuota menor de dolor, de hambre y de muerte que la que de todos modos terminó siendo.
Afortunadamente a nadie se le ocurrió postular que el Banco Central tenía, en cualquier momento y circunstancia, el único objetivo de luchar contra la inflación, así el resto del mundo se viniera abajo. Afortunadamente el Banco Central jugó a favor de las grandes necesidades económicas, políticas y sanitarias que en ese momento eran prioritarias, aun a costa de incentivar la inflación.
Hoy en día la política del Banco Central está altamente preocupada de detener la inflación, aun cuando esa política tenga efectos secundarios en cuanto a reducir, o al menos no incentivar, la recuperación de la producción y del empleo. Para ello, reduce la cantidad de dinero, a través de las herramientas de que dispone, fundamentalmente de la elevación de la tasa de política monetaria. En abril de este año la cantidad de dinero retrocedió en un 12 % con respecto a diciembre del año anterior, llegando a 70.352 mil millones de pesos. Ello ocasiona que las tasas de interés para créditos hipotecarios y de consumo se eleven, con lo cual, se supone, se reduce el consumo y la inversión en el seno de la economía, con lo cual se reduce la demanda efectiva que la misma política del Banco Central había generado.
Toda esta trayectoria monetaria de los últimos dos años permite postular que la política del Banco Central tiene necesariamente que armonizarse o conjugarse armónicamente – en forma permanente y no solo ocasional – con los grandes objetivos del Estado y del Gobierno y no refugiarse en una autonomía absoluta y monotemática que no siempre es positiva para el país.
Imagen de Lorenzo Cafaro en Pixabay