Si hablamos del sistema económico – y de los cambios que se podrían establecer en él – es bueno recordar que un sistema se define tanto por los elementos que lo componen como por las relaciones que se establecen entre ellos.
Esto viene al caso, porque se suele hablar del sistema o del modelo primario exportador, como de una situación diabólica de la cual hay que arrancar tan lejos y tan pronto como se pueda. Ese sistema primario exportador tiene como elementos centrales al cobre y las frutas, y en menor medida, el salmón y la madera, que se exportan a los grandes países consumidores del mundo. Si la sociedad chilena fuera de plastilina pura, y pudiéramos modelarla de la noche a la mañana tal y como quisiéramos, creo que terminaríamos dándonos cuenta de que tenemos que seguir produciendo cobre, frutas, salmón y madera, y vendiendo aquello en el mercado internacional. ¿Significaría eso que no hay cambio alguno que podamos hacer en el sistema primario exportador? No. No significa eso. Significa que las relaciones que las empresas que producen cobre o fruta establecen con el resto de la sociedad chilena tienen que cambiar. Allí radican los cambios más sustantivos que podemos hacer en las próximas décadas.
Actualmente, en el caso del cobre, se puede descarbonizar la actividad minera, pasando a usar electricidad generada por fuentes fotovoltaicas, geotérmicas o eólicas, que no son contaminantes y que no tiene el petróleo ni el carbón como uno de sus insumos. También hay que avanzar hacia la racionalización del consumo de agua, quizás por la vía de desalinizar las aguas marinas. Esos serán cambios en la relación entre esas empresas y el medioambiente, lo cual no es poca cosa. Ello nos permitiría producir el llamado cobre verde, que se supone tendrá más espacios comerciales en un planeta crecientemente preocupado por la trazabilidad energética de los productos que consume. Pero para que ello pueda suceder tiene que haber una capacidad promotora, regulatoria y tributaria más fuerte por parte del estado, con todo lo que ello implica en términos de cambios sustantivos en su relación con las empresas mineras, lo cual también puede entenderse como un cambio en el sistema actual.
La mayor captación tributaria por parte del gobierno central y de los gobiernos regionales, de los excedentes generados por la gran minería, podrá hacer efectivos muchos de los derechos sociales que la sociedad chilena reclama, lo cual también entra en el gran campo de los cambios sistémicos.
Si fijamos nuestra atención en la fruticultura, que es otro de los rubros exportables de gran significación en el país, parece de elemental racionalidad política y económica que Chile debe seguir en las décadas futuras exportando frutas a los mercados más grandes y más dinámicos del mundo contemporáneo. Sin embargo, no todo tiene que seguir en ese ámbito funcionando tal como funciona hoy en día. Es importante que el sector frutícola genere una relación diferente con los miles de trabajadores que laboran tanto en las actividades permanentes como en las temporales, en términos de mayores salarios y mejores condiciones de trabajo, ojalá por la vía de relaciones laborales y salariales que se definan de conjunto con la asociaciones o sindicatos que representen a los temporeros, los cuales provienen en una gran mayoría de la agricultura familiar campesina. También ese último sector de la economía rural proporciona parte de la producción frutícola que es posteriormente seleccionada y exportada por las grandes empresas del sector. Es posible y deseable que esa producción frutícola de pequeña escala se integre más armónicamente en la cadena de comercialización de la fruta y que aumente con ello su producción, su calidad y sus ingresos. Además, es importante que el sector frutícola genere una relación de nuevo tipo con respecto a la protección y utilización racional de la tierra y del agua, evitando el uso indiscriminado de los agroquímicos que contaminan y degradan a la primera, y caminando hacia un uso más moderado, planificado y democrático de la segunda. Igualmente, el sector frutícola necesita un gobierno que evite la elevada variabilidad en la tasa de cambio, que abra mercados internacionales, y que genere una institucionalidad muy robusta de investigación e innovación en el campo agrícola, pecuario, forestal y pesquero. Ello es posible por la vía de coordinar y potenciar las capacidades hoy en día existentes tanto en las universidades como en el seno de los organismos investigativos dependientes del ministerio de agricultura. También el estado debe crear condiciones más favorables en el campo de la logística exportadora por la vía de mejores y más eficientes carreteras, puertos, aeropuertos y aduanas.
Tanto el cobre como las fruyas, y también los otros productos primarios que se exportan, necesitan, además, generar vínculos o eslabonamientos más estrechos y virtuosos con las empresas productoras de insumos dentro del mercado nacional y con las empresas eventualmente procesadoras de la producción exportable.
Por lo tanto, las empresas y los productos que ellas generan puede que no ameriten cambios en su morfología más inmediata, pero sus relaciones, responsabilidades y deberes medioambientales, tributarios, laborales y sociales deben modificarse, sin perjuicio de que se avance en la generación de nuevos productos que se integren a esa canasta exportadora del país. Nuevamente todo ello necesita de un estado promotor, regulatorio y algunos casos directamente empresariales, para hacer posible esas nuevas realidades.
En síntesis, el país necesita cambios sistémicos relevantes para conseguir sus objetivos económicos, sociales y medioambiental, pero nada de ello implica romper con el cobre ni con las frutas.