Cuentos que invitan a ser tomados en consideración (I)

En esta oportunidad volvemos a invitar al lector a detenerse en leer los que hemos seleccionado, a fin de compartirlos, con la finalidad que en algo ellos puedan contribuir en pro de su despertar, de avivar su luz por donde transitan en esta dimensión, mientras se nos da la oportunidad de permanecer.

Pleito a la luz

La Oscuridad pensó que la Luz cada día le estaba robando mayor terreno y entonces decidió ponerle un pleito. Así lo hizo y llegó el día fijado para el juicio. La Luz llegó a la sala antes de que llegara la Oscuridad. Allí estaba el juez y los respectivos abogados.

Esperaron y esperaron. La Oscuridad estaba fuera de la sala, pero no se atrevió a entrar. Simplemente, no podía. Así que, pasado el tiempo, el juez falló a favor de la Luz.

La Luz es la Conciencia y la Sabiduría oscuridad; inconsciencia y error son ausencia de las otras; eso es todo. No tienen luz propia. Si desarrollas la conciencia, ¿cómo puede compartir el mismo espacio la inconsciencia? No puede, como no pudo la Oscuridad entrar donde estaba la Luz.

El Eremita astuto

Era un eremita de muy avanzada edad. Sus cabellos eran blancos como la espuma, y su rostro aparecía surcado con las profundas arrugas de más de un siglo de vida. Pero su mente continuaba siendo sagaz y despierta y su cuerpo flexible como un lirio. Sometiéndose a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes psíquicos. Pero, a pesar de ello, no había logrado debilitar su arrogante ego. La muerte no perdona a nadie, y cierto día, Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino.

El Ermitaño, con su desarrollado poder clarividente, intuyó las intenciones del Emisario de la Muerte y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya. Cuando llegó el Emisario de la Muerte, contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, siéndole imposible detectar el cuerpo verdadero, no pudo apresar al astuto eremita y llevárselo consigo.

Fracasado el Emisario de la Muerte, regresó junto a Yama y le expuso lo acontecido.

Yama, el poderoso Señor de la Muerte, se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al oído del Emisario y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa asomó en el rostro habitualmente circunspecto del Emisario, que se puso seguidamente en marcha hacia donde habitaba el Ermitaño. De nuevo, el eremita, con su tercer ojo altamente desarrollado y perceptivo, intuyó que se aproximaba el emisario. En unos instantes, reprodujo el truco al que ya había recurrido anteriormente y recreó treinta y nueve formas idénticas a la suya.

El Emisario de la Muerte se encontró con cuarenta formas iguales.

Siguiendo las instrucciones de Yama, exclamó:

–Muy bien, pero que muy bien.
¡Qué gran proeza!

Y tras un breve silencio, agregó:

–Pero, indudablemente, hay un pequeño fallo.

Entonces el Eremita, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:

–¿Cuál?
Y el Emisario de la Muerte pudo atrapar el cuerpo real del Ermitaño y conducirlo sin demora a las tenebrosas esferas de la muerte.

*El Maestro dice: El ego abre el camino hacia la muerte y nos hace vivir de espaldas a la realidad del Ser. Sin ego, eres el que jamás has dejado de ser.

Broma del maestro

Había en un pueblo de la India un Hombre de gran santidad. A los aldeanos les parecía una persona notable a la vez que extravagante. La verdad es que ese hombre les llamaba la atención, al mismo tiempo que los confundía. El caso es que le pidieron que les predicase. El Hombre, que siempre estaba en disponibilidad para los demás, no dudó en aceptar.

El día señalado para la prédica, no obstante, tuvo la intuición de que la actitud de los asistentes no era sincera y de que debían recibir una lección. Llegó el momento de la charla y todos los aldeanos se dispusieron a escuchar al Hombre Santo, confiados en pasar un buen rato a su costa. El Maestro se presentó ante ellos. Tras una breve pausa de silencio, preguntó:

–Amigos, ¿sabéis de qué voy a hablaros?
–No -contestaron.
–En ese caso -dijo-, no voy a decirles nada. Son tan ignorantes que de nada podría hablarles que mereciera la pena. En tanto no sepan de qué voy a hablarles, no les dirigiré la palabra.

Los asistentes, desorientados, se fueron a sus casas. Se reunieron al día siguiente y decidieron reclamar nuevamente las palabras del Santo.

El Hombre no dudó en acudir hasta ellos y les preguntó:

–¿Sabéis de qué voy a hablaros?
–Sí, lo sabemos -repusieron los aldeanos.
–Siendo así -dijo el Santo-, no tengo nada que deciros, porque ya lo sabéis. Que paséis una buena noche, amigos.

Los aldeanos se sintieron burlados y experimentaron mucha indignación.

No se dieron por vencidos, desde luego, y convocaron de nuevo al Hombre Santo. El Santo miró a los asistentes en silencio y calma. Después, preguntó:

–¿Sabéis, amigos, de qué voy a hablaros?
No queriendo dejarse atrapar de nuevo, los aldeanos ya habían convenido la respuesta:

–Algunos lo sabemos y otros no.

Y el Hombre Santo dijo:

–En tal caso, que los que saben transmitan su conocimiento a los que no saben.
Dicho esto, el Hombre Santo se marchó de nuevo al bosque.

*El Maestro dice: Sin acritud, pero con firmeza, el ser humano debe velar por sí mismo.

Pureza de corazón

Se trataba de dos ermitaños que vivían en un islote cada uno de ellos. El Ermitaño Joven se había hecho muy célebre y gozaba de gran reputación, en tanto que el Anciano era un desconocido. Un día, el Anciano tomó una barca y se desplazó hasta el islote del afamado Ermitaño. Le rindió honores y le pidió instrucción espiritual.

El joven le entregó un mantra y le facilitó las instrucciones necesarias para la repetición del mismo. Agradecido, el Anciano volvió a tomar la barca para dirigirse a su islote, mientras su compañero de búsqueda se sentía muy orgulloso por haber sido reclamado espiritualmente. El Anciano se sentía muy feliz con el mantra.

Era una persona sencilla y de corazón puro. Toda su vida no había hecho otra cosa que ser un hombre de buenos sentimientos y ahora, ya en su ancianidad, quería hacer alguna práctica metódica.

Estaba el Joven Ermitaño leyendo las escrituras, cuando, a las pocas horas de marcharse, el Anciano regresó. Estaba compungido, y dijo:

–Venerable asceta, resulta que he olvidado las palabras exactas del mantra. Siento ser un pobre ignorante. ¿Puedes indicármelo otra vez? El Joven miró al Anciano con condescendencia y le repitió el mantra.

Lleno de orgullo, se dijo interiormente: «Poco podrá este pobre hombre avanzar por la senda hacia la Realidad, si ni siquiera es capaz de retener un mantra». Pero su sorpresa fue extraordinaria, cuando de repente vio que el Anciano partía hacia su islote caminando sobre las aguas.

*El Maestro dice: No hay mayor logro que la pureza de corazón. ¿Qué no puede obtenerse con un corazón limpio?

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