I
Satanás miraba con preocupación el vuelo del zamuro Ramón. No solo sintió que se le escapaba el alma de Ramón, sino que captó, con claridad, que aquel vuelo era un peligro para la integridad del Infierno. Otros zamuros podrían hacer lo mismo y descubrir, al igual que también lo podría Ramón, la puerta de entrada al Paraíso.
Y es que Ramón no andaba en busca de carroña, no, sino que volaba por volar, inmerso profundamente en un eterno presente, sin pasado ni futuro, más allá del tiempo, sin ataduras al bien o al mal, o a la vida o a la muerte. Y Satanás había calibrado con precisión el peligro, al ver que el vuelo de Ramón era prolongado y confinado a un solo sitio, lo que indicaba que no buscaba nada de allá abajo en el suelo, donde, por lo demás, no había carroña ni nada que pudiera interesarle a un zamuro.
Ramón hacía uso de corrientes ascendentes de aire para elevarse, con infinita dignidad, sobre el mundo. Y, una vez elevado, descender en elegantísimos picados y complicadas maniobras controladas y moldeadas con movimientos de sus alas y de su cola, para, luego, ascender de nuevo y volver a descender, en un ir y venir que no parecía tener fin. A veces, con esos movimientos, lograba detenerse en el aire, por interminables segundos, como si fuese un maestro de levitación. Otras veces volaba en círculos ascendentes o descendentes, que culminaban en alguna inesperada maniobra.
Satanás supo, para sus adentros, que tendría que poner fin al volar por volar de Ramón.
II
En lo más profundo de sí, Satanás lo sabía. Sabía que aunque fuese el Soberano del Infierno, él estaba tan atrapado allí como el resto de los zamuros. Sus brillantes plumas negras alguna vez lo habían elevado sobre montañas y valles, y, desde lo alto, había contemplado, con indiferencia, la lucha por carroña allá abajo. Y también él había volado por volar, en un presente eterno. Y, en medio de las alturas, le había ocurrido: el volar por volar había detenido sus procesos de pensar e imaginar, y esto lo había colocado a la entrada misma del Paraíso. Y, cruzando ese umbral, entró en una dimensión de la cual jamás habría querido regresar. La puerta de entrada la había encontrado dentro de si mismo. Pero todo esto hacía mucho tiempo que había ocurrido; por esos misterios insondables, la salida del Paraíso y el regreso al Infierno habían sido inevitables. Más pudo su deseo de ser considerado el soberano indiscutible de aquel lugar de sufrimiento, que dejarse tomar por la bienaventuranza impersonal del Paraíso. Y era así como, ahora, haría lo que fuese necesario para impedirle a Ramón el volar por volar.
III
Era uno de esos mediodías espléndidos y luminosos. Elevado muy alto en el cielo, Ramón estaba, una vez más, volando por volar, inmerso en un presente eterno. Pero, esta vez, y sin que él lo supiese, en cada ascenso, en cada maniobra, en cada suspenderse como si desafiara la gravedad, estaba acompañado: Satanás, invisible, se desplazaba a su lado.
En una de esas veces en que Ramón se elevaba en una corriente ascendente para terminar, magistralmente, inmóvil en el espacio, como un mago de la levitación, Satanás le gritó, seductoramente: “¡bravo, bravísimo!”; y, simultáneamente, materializó, flotando al lado de Ramón, una atractiva pieza de carroña. Ramón, sacado de repente de su estado, miró desconcertado la pieza de carroña. Y no pasó mucho tiempo para que se despertara en él el apetito, y siguiera a aquél manjar que se movía en círculos hacía el suelo allá abajo.
IV
Los “¡bravo, bravísimo!” acompañados de piezas de carroña se repitieron innumerables veces, con el pasar del tiempo, durante las sesiones de vuelo de Ramón. Pero en algún momento, para su gran desconcierto, los “¡bravo, bravísimo!” dejaron de ser acompañados de carroña. Sin embargo, esto terminó careciendo de importancia para él, pues oír “¡bravo, bravísimo!” había llegado a convertirse, inexplicablemente, en lo verdaderamente importante. Pero más adelante, para aún mayor desconcierto, ni siquiera recibió los “¡bravo, bravísimo!” durante los vuelos; se había quedado, así, sin esas enigmáticas palabras y sin carroña.
Al final, Ramón no recordaba ya lo que era volar por volar. Ahora volaba porque necesitaba, obsesivamente, oír “¡bravo, bravísimo!” durante sus vuelos.
V
Los años dejaron sus alas y su cola con un plumaje ralo, sin brillo y desordenado. Su volar era, ahora, inseguro y carente de majestuosidad. Pero su urgencia incontrolable por oír “¡bravo, bravísimo!” lo hacía esforzarse en volar a toda costa, aunque no obtuviera resultados. Había perdido cuenta del tiempo que tenía sin saciar esa necesidad inmensa.
Al final de esta tarde volaba suavemente en el melancólico cielo amarillento. Se dirigía, sintiéndose derrotado, al árbol que cobijaba sus horas nocturnas. Quería caer en un sueño profundo para olvidarse de que sin “bravo, bravísimo” durante cada vuelo, la vida carecía, por completo, de sentido.
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