El Fondo Monetario Internacional, por boca de unos de sus altos directivos formuló recientemente declaraciones en las cuales afirmó que “los gobiernos deben tomar medidas para mejorar el cumplimiento tributario y evaluar la aplicación de impuestos más altos para los grupos más acaudalados y las empresas más rentables.”
Este tipo de declaración rompe con la imagen que el FMI se ha ganado en las últimas décadas, en la cuales siempre ha presionado a los gobiernos para que paguen a cualquier precio sus deudas externas, para que realicen programas de ajuste, para que incrementen el IVA, para que reduzcan el consumo, para que eliminen los déficits fiscales, para que reduzcan los programas sociales, para que eliminen los controles de precios y de cambios y, en general, para que dejen funcionar libremente al mercado, como mecanismo idóneo para conseguir situaciones de optimización productiva. Con todas esas recetas el FMI cumplía su rol como organismo funcional al gran capital financiero internacional y a las fuerzas rectoras en los procesos de globalización.
Si hoy en día el FMI hace declaraciones como las que hemos citado no es porque este organismo esté protagonizando un proceso de conversión al populismo, ni porque alguna iluminación divina los haya llenado de sensibilidad social. Lo hace porque se dan cuenta de que en la nueva etapa por la cual atraviesa la economía mundial las recetas de antaño ya no funcionan. Antes no tenían problema de imponer a los países una serie de medidas económicas de carácter recesivo, que conducían a que las economías periféricas enfrentaran largos períodos de inestabilidad y de crisis sociales políticas y económicas. Hoy en día se dan cuenta de que lo único que los salva a todos es un Estado proactivo y robusto, que lleve adelante políticas fiscales y monetarias de carácter expansivo o reactivador. Si al calor de la crisis actual las clases dirigentes aprovecharan la oportunidad para rebajar las remuneraciones y reducir a la masa laboral a condiciones sociales de altas carencias, y de mucha precariedad y vulnerabilidad, las propias clases dirigente se verían afectadas en sus intereses económicos de mediano y de largo plazo, pues el mercado se les reduciría a la par que las ganancias. No existiría la posibilidad de salvarse de la reducción del mercado interno por la vía de vender en el mercado internacional, pues la situación es suficientemente global.
También, en el campo de las elites económicas y políticas a nivel internacional, se comulga cada vez más con la idea de que trabajadores con hambre tienen poca productividad, y que trabajadores con poca y mala escolaridad no tienen la capacidad como para dominar las tecnologías modernas, altamente digitalizadas, y que, por todo ello, las políticas sociales deben ser parte de cualquier economía moderna.
Pero, en Chile, las clases dirigentes de la economía y de la política no se dan cuenta de hacia dónde camina el mundo de hoy. No tienen una visión que vaya mucho más allá de su propia nariz. Para ellos, solo es bueno aquello que genere ganancias grandes y rápidas para el presente. No tiene visión de futuro, no tienen visión nacional, ni tienen visión social. No les gusta el riesgo, ni las ganancias de largo plazo, ni la inversión en ciencia, en tecnología, ni en capital humano, ni la priorización del capital productivo por sobre el capital financiero, ni la salud y la educación de buena calidad para toda la población, ni el respetar la naturaleza y la ecología, ni los incrementos de la productividad del trabajo por medio de la capacitación permanente, ni un sistema tributario que permita al Estado un rol dinamizador de la economía. Si pudieran hacer andar para atrás la rueda de la historia volverían al siglo XIX, o incluso a los tiempos de la esclavitud.
Desgraciadamente, por lo tanto, nuestras derechas económicas no son portadoras de progresismo, ni de modernidad, ni mucho menos de justicia social. Por ello, también, la democracia política no les agrada mucho.