“Un país puede tener elementos democráticos, pero ser
en el fondo autoritario o ser una dictadura, pero estar
sorprendentemente abierto a la participación y protesta”.
S. Lavezzolo
Uno de los debates más deprimentes en estos días ha sido, la furibunda polémica sobre si Venezuela es o no una democracia. Los politólogos más destacados, tanto nacionales como internacionales, consideran realmente que no es una democracia. Sebastian Lavezzollo, politólogo e investigador en la Universidad de Nueva York, ha manifestado reiterativamente que a estas alturas llamar a alguien franquista en España, debería ser equivalente a la reductio ad hitlerum (una falacia lógica basada en comparaciones), una prueba que no se tiene algo que decir, ciertamente, pero ése es otro tema. La pregunta sigue siendo, ¿qué demonios es Venezuela?
Agregando lo siguiente: “La verdad: no creo que sea una dictadura, pero tampoco es una democracia. La definición de democracia es mucho más complicada de lo que parece a primera vista, y dista mucho de ser un concepto puramente binario. Un potencial tirano no es uniformemente opresivo, y un presidente democrático puede actuar de forma autoritaria cambiando las reglas del juego para que le favorezcan”.
Otros acreditados politólogos mundiales han popularizado en varios artículos la idea que entre democracia y dictadura se puede hablar de regímenes híbridos. En un extremo tenemos Suecia, una democracia pura e incontestable; en el otro tenemos Corea del Norte, un infierno totalitario sin atisbo de libertad. Entre ambos podemos encontrar “democraduras” y “dictablandas”, sistemas políticos a medio camino entre los dos.
Una “dictablanda” es un régimen autoritario que permite ciertas libertades políticas a la población. Existen regímenes autoritarios que celebran algo parecido a elecciones o tienen legislativos modestamente representativos, permiten cierto nivel de protesta y sindicalismo moderado y -en general- les basta con que sus ciudadanos no molesten demasiado.
Una “democradura”, o democracia aliberal, es un sistema político donde hay partidos, competencia política, libertad de prensa y demás; pero las reglas del juego –especialmente los medios de comunicación– están truncadas para limitar el acceso al sistema. La libertad de prensa está condicionada, pero la regulación estatal hace imposible que existan medios independientes, o la legislación sobre blasfemias y afrentas a la patria es extraordinariamente restrictiva.
Hay elecciones libres, pero el organismo electoral es completamente dependiente del gobierno o hay clientelismo abierto, el voto aparentemente es secreto o amenazas si votas a la gente equivocada ; ejemplo: las elecciones del 14/4 en Venezuela.
¿Qué sería Venezuela? En los últimos años, los politólogos más acreditados, tanto nacionales e internacionales, han venido insistiendo que es una: democradura. Venezuela tiene una ley electoral a medida del presidente, restricciones a la propiedad de medios de comunicación –los últimos casos: El Nacional y Globovisión– hostilidad abierta contra algunos periódicos, uso intensivo de patronazgo en procesos electorales y culto a la personalidad del líder. El pariente más cercano del socialismo del Siglo XXI es, probablemente, la Argentina de Perón o el Méjico del PRI. Venezuela es menos autoritaria que la Rusia de Putin, pero la aspiración a crear una mayoría bolivariana permanente es bastante similar. Como toda “democradura”, el sistema político da oportunidades a la oposición e incluso alguna victoria puntual, pero las cartas están marcadas; el aparato del estado está para repartir prebendas cuando toca (y, siendo productor de petróleo, no hace falta ni recaudar impuestos para ello) y los medios tienen un radio de acción limitado. En las elecciones realmente importantes (las presidenciales) ganar es casi imposible. Es una democracia, sí; pero llena de imperfecciones intencionales.
Hoy en día, la mayoría de los regímenes políticos del mundo no son ni claramente democráticos ni completamente autoritarios, sino que comparten elementos tanto de la democracia como del autoritarismo.
A finales del año pasado, la revista The Economist, a través de su “Unidad de Inteligencia”, publicó un reporte sobre el Índice de Democracia para 165 países. Este índice se ha ido publicando desde el 2007 y analiza cinco categorías: procesos electorales, pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación política, y cultura política. Los países se clasifican en función de cuatro tipos de regímenes: Democracias Completas, Democracias Imperfectas, Regímenes Híbridos y Regímenes Autoritarios.
De acuerdo al total de los 165 países que se analizaron, el 15 por ciento solamente se consideran como Democracias Consolidadas, el 32 por ciento son Democracias Imperfectas, el 22 por ciento tiene Regímenes Híbridos y el 31 por ciento son Regímenes Autocráticos.
Dentro de las Democracias Consolidadas se encuentran Noruega, en primer lugar, y le siguen Suecia, Islandia, Dinamarca, Nueva Zelandia, Australia, Suiza, Canadá, Finlandia y Holanda en los primeros diez lugares.
De los 167 países investigados Venezuela está ubicada en el puesto 95 y es clasificada como un régimen híbrido con un índice de 5,15
¿Qué es un régimen híbrido?
De acuerdo con el destacado politólogo L. Morlino, define los regímenes políticos híbridos como aquellos “regímenes que han adquirido alguna de las instituciones y procedimientos característicos de la democracia, pero no otros, y -al mismo tiempo- conservan algunos rasgos tradicionales o autoritarios o, alternativamente, han perdido algunos elementos de la democracia y han adquirido otros autoritarios”.
Desde la propia perspectiva del autor de este espacio, se pueden considerar los regímenes políticos híbridos como: “regímenes que combinan elementos de la democracia -como instituciones representativas, elecciones o constitucionalismo- con el ejercicio de algún tipo de poder autocrático o no democrático. De esta forma, la competición política puede estar restringida o se puede excluir de ella a algún grupo con apoyo social relevante, pueden existir actores políticos con capacidad de veto (“veto players”), pero sin estar sujetos a responsabilidad política, lo que limita la autonomía de las instituciones representativas, y pueden restringirse los derechos políticos y libertades públicas a pesar de estar formalmente garantizados”.
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